jueves, diciembre 31, 2009

año viejo, año nuevo

Voy con mi amigo y su perra –alegre y confiada, bebedora compulsiva del regato que rebosa del arcén– por uno de los caminos del valle, paseando de noche bajo un cielo de nubes frescas, un cielo de novela gótica que sin embargo está limpio de sospecha, de amenaza, entre terrenos encharcados y luces humildes. Vamos hablando de nuestras cosas, con el paso más vivo que de costumbre, respirando el silencio lleno de pequeños ruidos del campo, el silencio tapizado de hierba y muros de caliza. El mismo camino hacia arriba y hacia abajo, volviendo sobre nuestros pasos cuando la abundancia de perros nerviosos en las casas vecinas lo hace aconsejable, y todo el tiempo, llevado de una superstición absurda, reprimo la tentación de mirar a mi espalda, como si temiera un último y traicionero golpe de cola de este año agotado, este año que muere. A lo lejos se destaca la mole oscura de la colina donde se esconde la cueva de los Arbeyales: un puño negro, un borrón sin forma coronado por masas de eucaliptos y la claridad azul del horizonte. El parto de los montes, pienso. Sí, todo lo que nos espera, mañana, el año que viene; todo lo que aún no existe y carece de cuerpo, de líneas, de contorno preciso. Perseguimos el futuro como la perra echa a correr, empujada por su propio miedo, tras los coches que pasan.

A medida que bajamos el regato se complica, se oscurece, fluye manchado de hierba y tierra en suspensión. Como la noche. Como la voz misma, opacada por el cansancio y las palabras sobrentendidas. Es hora de volver, dice mi amigo. Sí, volver a casa, el calor de los muebles y las paredes familiares. Las charcas lindantes brillan débilmente bajo una luna fría, dejadas a su suerte. Caminamos hacia dentro.

miércoles, diciembre 30, 2009

poesía en gaia

© Roger Dean


Cuando James Lovelock, el creador del concepto de Gaia, comenzó a desarrollar su hipótesis, uno de los primeros retos teóricos que encaró fue tratar de definir la vida, o al menos los rasgos universales de lo que entendemos por vida. Descubrió que no era tan fácil, y también –por resumir groseramente cinco páginas de ciudada argumentación– que las pocas definiciones existentes tendían a ser circulares o apriorísticas: vida es… aquello que hemos aprendido a considerar vida, o más concretamente: vida es aquello asociado a ciertos elementos químicos que hemos aprendido a asociar a su presencia. Lovelock, por el contrario, fue el primero en sostener que hay vida allí donde el grado de entropía es reducido y estable, es decir, donde las condiciones del sistema incumplen la predicción de la segunda ley de la termodinámica, según la cual «la cantidad de entropía de cualquier sistema aislado termodinámicamente tiende a incrementarse con el tiempo». Todo tiende al caos y al desorden y a la consiguiente pérdida de energía; todo se deshace y envejece inevitablemente; toda diferencia entre sistemas decrece gradualmente hasta que los recursos originales se agotan y los sistemas mencionados alcanzan un equilibrio estéril; por el contrario, habría vida allí donde la energía se conserva de forma activa y da lugar a los procesos de mudanza y transformación de los que somos testigos diariamente, en cualquier plano de la realidad. El asunto queda más claro, supongo, si recordamos que uno de los corolarios de esta ley es que «ningún proceso cíclico es tal que el sistema en el que ocurre y su entorno puedan volver a la vez al mismo estado del que partieron». Nada puede suceder o repetirse indefinidamente, no existe el móvil perpetuo. Salvo en el sistema que llamamos vida, claro está. La conocida hipótesis de Lovelock postula que la vida procura las condiciones para su propia conservación y mantenimiento, interviniendo de modo activo en el entorno que llamamos biosfera (por eso mismo, como quería Canetti en otro sentido, la vida es el dominio de las metamorfosis). Fuera de la vida o del orden impuesto por el ser humano –por ejemplo, en una máquina de vapor–, el caos es dueño y señor de todos los sistemas, condenándolos finalmente a un grado mínimo de energía que dificulta o impide cualquier forma de cambio, de transferencia.

Leyendo las tesis de Lovelock se me ocurre que el espinoso problema de la forma artística, o de la forma en poesía –por llevarlo a mi terreno–, podría definirse en términos muy parecidos. Mi noción de forma no remite en absoluto a formas cerradas o preconcebidas –no estoy diciendo, por ejemplo, que debamos escribir sonetos o pintar bodegones–, no depende de un repertorio sancionado por la tradición, sino que recoge la aspiración universal de todo artista de crear conjuntos regidos por pesos y contrapesos, ritmos internos, simetrías ocultas. De algún modo tratamos de generar sistemas estables de baja entropía que permitan preservar la energía, que se enfrenten o se muevan en dirección contraria al caos y el desorden progresivo que parece envolverlo y dirigirlo todo. La tarea artística es por definición un hacer, un dar forma: hasta cuando aislamos un objeto cotidiano y lo sometemos al escrutinio o la extrañeza de terceros le estamos dando una forma distinta a la suya habitual, cambiamos su entorno, los vínculos que lo ligan a él. Y buscamos arrancarlo del flujo caótico del día a día para conservar la energía que percibimos en su interior. Si yo escribo un poema, trato de generar un sistema estable que, lejos del caos del lenguaje y las percepciones, indiferente al paso del tiempo, la vejez corporal y el deterioro de las relaciones personales –por mencionar sólo algunas de las formas de entropía que nos asedian–, conserve la energía y el ansia de sentido que he puesto en él.

Un posible corolario de esta reflexión es que toda forma es dadora de vida o no es. Y hay forma porque hay una inversión previa de energía, una puesta en juego de fuerzas que la obra preserva a lo largo del tiempo. Cuando decimos que una obra está muerta, o que hay un exceso de formalismo, o que es una obra fría, incapaz de transmitir siquiera un poco de aliento vital, lo que estamos diciendo en realidad es que ahí dentro no hay energía, es decir, no hay vida. No se ha invertido nada en su creación, no hay nada en juego, carece de sentido porque ni siquiera tiene un sentido que guardar.

Dicho esto, se me preguntará: ¿Qué tipo de fuerzas van a parar a la obra? Sospecho que hay tantas respuestas como creadores o creaciones. Puede ser una energía psíquica, una tensión proyectada hacia el futuro, un deseo o un anhelo o una expectativa de sentido, una insatisfacción profunda, un fantasma de la imaginación, un temor reverente hacia algo o alguien… El caso es que la obra preserve estas fuerzas y las convierta en algo que el lector –o el contemplador de un cuadro o una escultura, o el oyente de una pieza musical– pueda tocar, recibir con sus sentidos. Y sólo será capaz de hacerlo si el creador les da forma, si cumple con esa necesidad de orden compositivo que organiza los materiales, los emplaza conforme a criterios de simetría y correspondencia y ritmo interno creados para la ocasión o tomados de ocasiones anteriores; si crea, en fin, una constelación donde antes sólo había vacío, nada. Hay que escribir el poema, que luego ya se encargará él, si su existencia tiene sentido, de fijar las condiciones necesarias para su conservación.

Lo que nos lleva a una conclusión que en el fondo ya sospechábamos: se escribe, en última instancia, porque sólo gracias a lo escrito nos hacemos la ilusión de sustraernos por un tiempo a la infinita decadencia de cuanto nos rodea, de cuanto somos.

lunes, diciembre 28, 2009

diciembre

Ese momento de la tarde de invierno cuando los coches ya han encendido sus faros pero no arde aún la llama del alumbrado, ese momento entre el gris llovido de las aceras y las luces de los escaparates cuando regresa, ése es su momento. Cuando nadie le espera en casa, sólo recuerdos de otros inviernos, fantasmas familiares. Cuando nada le espera sino su propio aliento, la voz entre los ojos.

jueves, diciembre 24, 2009

holiday

Fueron tal vez las mejores vacaciones de mi vida, pero si recuerdo ahora esa semana en Praga o esos quince días en Irlanda, me doy cuenta de que su poder de irradiación no reside solamente en lo que albergan, sino en la carga de expectativas y ansiedades que traía conmigo, que traíamos todos, esa capacidad para dotar a lo más nimio de sugestión simbólica, como si lo vivido se hiciera memoria incluso antes de vivirlo.

martes, diciembre 22, 2009

una pintura reflexiva

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Ha muerto el pintor y escritor Albert Ràfols-Casamada (1923-2009). Otro grande que se nos va casi sin hacer ruido, como corresponde a un artista discreto y tranquilo que se movió lejos de camarillas, fiado a la soledad, absorto en una búsqueda personal que, a fuerza de trabajo riguroso, de lucidez, logró hacerse transitiva y compartible. Fue un poeta muy notable y un estupendo diarista, capaz de reflexionar con talento y honestidad sobre su trabajo pictórico y sus lecturas de ciertos hitos de la tradición moderna; sus palabras sobre Cézanne o Klee, por poner ejemplos de artistas a los que debió no poco, son particularmente iluminadoras. Pero era también capaz de recoger con una prosa de gran sutileza la declinación de la luz a media tarde, el vuelo de unos vencejos al otro lado de las ventanas de su estudio, los flecos de humo que coronaban los tejados de su barrio, todo el atrezzo de una existencia tranquila que dependía de los pequeños detalles sin dejarse limitar o reducir por ellos, como en esa poesía oriental de la que tanto aprendió.

Hace siete años expuso una amplia muestra de su trabajo en el Museo Palacio de Revillagigedo de Gijón, una exposición organizada por Cajastur para cuyo catálogo escribí un texto que rescato ahora a modo de homenaje. Como tantos otros encargos, es un texto que escribí con prisas, luchando contra el plazo de entrega, después de semanas de vacilación y dudas; la ansiedad es mala consejera siempre. Leído ahora, creo que funciona bastante bien –valga la inmodestia– como lectura de su trabajo pictórico, que es como decir de su peculiar sensibilidad artística, atenta al ritmo interno de formas y colores en el lienzo. Así escribió también sus poemas, como espacios donde las palabras y los sintagmas y los versos mismos jugaban a bailar coreografías luminosas, llenas de vida, de las que lograba desterrar todo indicio de pesantez o aspereza.


Per la pau, 2003


Una pintura reflexiva: Albert Ràfols-Casamada

En su hermoso y muy recomendable libro de ensayos, Rastros kármicos (2002), el escritor neoyorquino Eliot Weinberger evoca un largo poema de exilio del primer autor identificable de la poesía china, Qu Yuan, al que se conoce por un compendio recopilado hacia el siglo II a. de C. El poema, titulado Li sao («Encuentro con la tristeza»), es descrito por Weinberger como «la quintaesencia del poema yin», puesto que «no sólo es rica su imaginería floral y acuática, sino que es además el primer poema que añade una ‘palabra vacía’ (una sílaba sin significado) en medio de sus largos versos». Weinberger aclara de inmediato que el empleo de estas palabras vacías se convirtió «en práctica común en buena parte de la poesía china», y añade que este recurso era una forma de introducir «el vacío en torno al cual se construye el poema y por el cual el poema respira: el vacío que define las relaciones entre las cosas, y entre éstas y el poeta».

Imagino que la explicación de Weinberger es un lugar común de la sinología, pero aún hoy su lectura me sigue sorprendiendo. La traigo a estas páginas porque me parece singularmente adecuada al carácter de ciertas obras últimas de Albert Ràfols-Casamada, a la combinatoria de elementos que determina su vigor y que el espectador percibe en cada caso como inevitable. En una tela expuesta hace dos años en la Galeria Joan Prats, «Doble espai clar», el espacio, como de cal vieja, aparece dividido en dos por una negra línea vertical. A la derecha, un velero apenas esbozado gracias a un trazo de rojo y el contorno gris de unas velas se enfrenta con su reflejo desvanecido: un poco de rojo y dos breves rayas oscuras que sugieren, tal vez, un cielo, o una meta, o (ya lo hemos dicho) el reverso ralo de la imagen primera. Algo semejante parece ocurrir en una obra contemporánea, «Aire d’estiu», aunque en este caso el bloque de azul que ocupa la zona inferior derecha despierta un reflejo desecado, un bloque de claridad arenosa en el que se proyectan sendas formas blanquecinas. En ambos casos (haciéndose eco de un procedimiento que se remonta como mínimo hasta «Díptic holandés», de 1989), la división de la tela en dos mitades denota una voluntad de simetría que es contradicha parcialmente por el desvanecimiento de ciertos elementos en su paso de uno a otro sector, gracias a un sutil juego de pesos y contrapesos que es uno de los placeres evidentes de esta pintura. Este desvanecimiento, que es otra forma de la reticencia, abre zonas de descanso, remansos de color que son el equivalente visual de las «palabras vacías» evocadas por Weinberger. El efecto de estos remansos se ve reforzado por la aparición de manchas y trazos blancos, como heridas indoloras donde el ojo descansa y la tela respira. Es un efecto bien perceptible en otras dos obras de gran atractivo, «Ritme dins del blau» y «Terra nua». En la primera, la banda blanca que preside el tercio superior del conjunto semeja un corte o incisión en la tela, corte del que mana luz y que tiene algo de lámpara o flexo bajo el cual líneas y manchas de color disponen su peculiar coreografía. En la segunda, el blanco se adivina en trazos más o menos intensos que aclaran el fondo terroso de la obra. Estas zonas de claridad actúan a modo de pulmones, «son el vacío que define las relaciones entre las cosas», aquello que las articula y permite su plena expresión. El escamoteo del color y de las formas en ciertos lugares es lo que hace posible, en otros, su revelación.


El pas del signes, 2000


Valga este primer asedio interpretativo para dejar claro que la pintura de Ràfols-Casamada exige como pocas nuestra participación activa, necesita convertirnos en parte integral de su presencia o su sentido. Como fruto que es de una sensibilidad moderna (y Ràfols-Casamada ha tenido muy presente en todo momento la reflexión de Motherwell según la cual «el contenido siempre ha d
e ser expresado en términos modernos», aunque en arte no puede hablarse, me parece, de contenidos en estado puro), esta pintura pone el énfasis en el cuadro no como resultado sino como proceso. Javier Marías decía no hace mucho que la escritura de una novela es un viaje por tierras desconocidas, de las que no hay constancia en ningún mapa, y que la única ayuda del escritor es una brújula hecha por igual de intenciones e intuiciones: se sabe en qué dirección hay que viajar, pero no qué accidentes y obstáculos puede haber en el camino. El acto creador, para cumplirse, ha de apoyarse en una cierta ignorancia de su destino; es una ignorancia activa, desde luego, que se alimenta del deseo (un deseo que la obra final apenas satisface) y el afán de búsqueda. Pero la meta no está clara, hay un cúmulo de problemas técnicos cuya resolución nos impide verla con nitidez, sabemos o creemos saber a grandes rasgos su apariencia sin advertir que cambia a cada paso. Dicho de otro modo, que la obra resultante no es el producto de un viaje sino el viaje mismo, pues lleva impresas las huellas que han conducido hasta ella. O mucho me equivoco o esta concepción de la obra como un palimpsesto que acoge el itinerario creativo de su autor tiene una importancia radical para Ràfols-Casamada. Las páginas de su diario (parcialmente publicadas en castellano con el hermoso título de Huésped del día) ofrecen abundantes pruebas de ello, por no mencionar el modo en que sus telas, desde el ya mencionado «Díptic holandés», se conciben como tablillas donde se inscribe, una y otra vez, el camino emprendido por el ansia exploratoria de su autor. Lo ha explicado él mismo en una entrevista con el poeta Alfonso Alegre: «La experiencia que constituye su realización, la lucha de la ejecución material, la intensidad de esa lucha, se integra –en permanente tensión latente– en la obra, como resultado, como parte esencial de ella».

En una anotación fechada en diciembre de 1975, Ràfols-Casamada invoca un sugerente aforismo de Cézanne: «Pintar es pensar con los ojos». El uso del infinitivo pone definitivamente el acento en la acción pero el verbo (pensar) nos remite a una concepción reflexiva, lúcida, del arte. El pintor postulado por Cézanne y evocado por Ràfols-Casamada tiene que ver con el ensayista o pensador en su desprecio por el mundo seco y descarnado de las conclusiones. Amante del matiz y el detalle, no acepta reducir el objeto de su reflexión a un esquema bidimensional que expulsa de su seno al tiempo. Lo que quiere, precisamente, en virtud de ese «hacer» manual que apela lo mismo al intelecto que a la mirada, es integrar el tiempo en el espacio de la obra. Es un tiempo que se proyecta hacia atrás, hasta el momento original de la creación, pero también hacia delante, a fin de confundirse con el tiempo del espectador. En este sentido, toda obra está por hacer en la medida en que necesita del espectador (de su tiempo, de lo que guarda ese tiempo) para concluirse. Esto es singularmente cierto en el caso de una pintura que, como la de Ràfols-Casamada, se plantea como el equivalente del ensayo literario, con sus meandros y apartes casi gratuitos, sus cambios rítmicos y tonales, sus transiciones y soluciones de continuidad. Contemplando sus obras más recientes, se hace evidente que estamos ante un artista a quien ha interesado, desde siempre, explorar la interrelación entre los diversos elementos pictóricos a fin de crear espacios autónomos, plenos de vida propia. Ràfols-Casamada lo explica mejor y más claramente en un pasaje de su diario: «Crear una imagen, en el sentido más amplio tal vez. Transformar una superficie neutra –papel, tela– en una cosa personalizada; una cosa que guste, o emocione, o impresione, o sorprenda; que sea única (insólita) y que valga por sí misma, pero que al mismo tiempo se relacione con la personalidad de quien la ha hecho y con otras obras suyas. Esa imagen será una imagen del mundo del pintor. Es necesario que lo refleje lo mejor posible para que tenga substancia». Fijémonos en que lo importante aquí es el acto de «crear una imagen», una imagen por lo demás «única» en la medida en que ello denota su autonomía. La voluntad mimética se reduce a establecer una correspondencia entre dicha imagen y el «mundo del pintor»: es, por tanto, una imagen de la memoria y la imaginación, el fruto de una alquimia impredecible donde el tiempo juega con la luz de los sentidos.


Blau intens y objectes, 1992


Ràfols-Casamada se mueve desde hace años en la linde misma entre figuración y abstracción, y ha reducido la presencia del mundo objetual a un conjunto variable (pero nunca caprichoso) de formas y contornos sutilmente esbozados. Algunos de los títulos, como los ya mencionados «Aire d’estiu» y «Terra nua», no esconden su deuda con los ritmos y superficies del mundo natural, pero esto no es ni mucho menos la norma. Igual de frecuentes son otros títulos que denotan la fascinación del pintor por los elementos y materiales que maneja: «Accent groc» o «Ritme dins del blau» son ejemplos paradigmáticos en la medida en que rubrican la existencia, en el interior de la tela, de un juego de tensiones, equilibrios y énfasis que se convierte en su razón de ser. El artista convertido en director de escena o incluso en coreógrafo, pues no en vano sus materiales tienen vida para él, le obedecen o desafían según las circunstancias, fuerzan decisiones inesperadas o de compromiso. Así, en su charla con Alfonso Alegre puede afirmar no sólo que «me interesa hacer una pintura que sea sólo pintura, cuyo tema fundamental sea por tanto ella misma», sino que «en mi manera de trabajar hay un diálogo muy directo con la materia pictórica, sin referencias directas a la realidad ni presupuestos que te aten a una idea preconcebida». Con estas palabras, Ràfols-Casamada se declara liberado de todo compromiso con ese concepto resbaladizo de «lo real» que algunos esgrimen todavía como baremo y término de comparación. Es una postura a la que ha sido fiel desde el inicio de su trayectoria artística, pero que la edad ha envuelto en los dones complementarios de la gracia y el juego, como si el trayecto de la experiencia fuera precisamente un regreso al espíritu lúdico de la infancia. Es la gracia y el juego de quien sabe borrar las huellas de su esfuerzo y entregarse a un diálogo desenvuelto con sus propios materiales. Ràfols-Casamada sabe perfectamente, como lo saben los niños, que el juego es una cosa muy seria y que no hay diversión sin reglas. Esas reglas se llaman, en su caso, desafíos («en el origen de la creación de la obra está también la necesidad de plantearte nuevos problemas») y uno puede ver su trayectoria como una cadena de retos a los que trata de dar una respuesta lo más coherente posible. El juego cambia pero no la actitud. La pintura de Ràfols-Casamada es un sostenido ejercicio de fe en el placer y las virtudes de la creación, fuera de todo impulso servil o utilitario. Sé bien que el idealismo que encierra o encarna esta postura no es muy popular y que despierta más suspicacias que adhesiones (como sigue despertando suspicacia entre muchos de nuestros literatos aquel aforismo de Wallace Stevens según el cual «la poesía es el asunto del poema»), pero no cabe dudar de su fuerza y validez. Alguien tan poco sospechoso de elitismo o conservadurismo como Susan Sontag ha escrito hace muy poco que «la sabiduría que llega a alcanzarse a través de una relación profunda, establecida a lo largo de la vida, con lo estético no puede ser reproducida, me atrevo a decir, por ningún otro modo de autenticidad».

Así volvemos, en cierto modo, al punto de partida de este ensayo: esa mezcla medida de presencias y ausencias, de pasividad y actividad, de encarnación y vacío que caracteriza la obra de Ràfols-Casamada y que la permite respirar, envolvernos en su aliento. No a otra cosa nos referimos cuando hablamos de la «atmósfera» de un cuadro. Mirar es dejarse atrapar por lo mirado, vivir en su aire. En este caso, es evidente que estamos ante una obra que ha alcanzado la difícil belleza de la naturalidad, que respira sin esfuerzo ni violencia: el aire de estos cuadros nos subyuga por su limpieza. Entre «Díptic holandés» y «Doble espai clar» asistimos a un lento pero irrefrenable proceso de adelgazamiento y depuración que celebra una y otra vez el poder inagotable de la imagen. El espacio fundado juega así, en forma simultánea, a fijar lo que huye y velar lo que se presenta, haciendo que la tela se convierta en un telar de huellas, de formas presentidas o despedidas, de guías y sugerencias que piden la participación (la reconstrucción) de la mente y la mirada. Por eso ha dicho el propio Ràfols-Casamada que lo importante a la hora de formar el espacio del cuadro es «el color, el color y la textura. Cierta atmósfera creada a través del color. Los contrastes entre lo que podríamos llamar líneas fluctuantes y contrastes definidos; a veces los contrastes son más nítidos y otras más esfumados, esto es una forma en cierto modo de crear proximidad y lejanía, y por lo tanto crear así una sensación de espacio distinta… de espacio-color».


Jardí de nit, 2003


Llegados aquí, no hace falta aclarar que el sentido de esta obra depende en gran medida de la complicidad y la voluntad de comprensión del observador. Un observador que es también un participante, para quien el cuadro es una partitura de estímulos visuales que requiere toda su atención. El cuadro como desafío y a la vez, según dijimos antes, como plano que espera la tercera dimensión de nuestro tiempo. Por ahí entiendo la reflexión de Ràfols-Casamada sobre que «el sentido es más amplio que el significado. El significado requiere la palabra, al sentido no le hace falta». Entendiendo por palabra todo aquello que pertenece al lenguaje visual del pintor, yo precisaría esta afirmación diciendo que el sentido, más que despreciar o ignorar la palabra, se apoya en ella para rebasarla. El sentido es lo que está más allá de la palabra pues necesita de la lectura para cumplirse. El significado está en el diccionario, el sentido en el lector. Cerremos, pues, nuestros diccionarios visuales y entremos sin rodeos en estos cuadros, a fin de dialogar con ellos y suscitar una presencia que nos redima de todas nuestras ausencias.

(2003, 2004)

lunes, diciembre 21, 2009

tomlinson / fragmento de invierno



Te despiertas con las persianas bajas: almenada lluvia
incrustada en los vidrios medievales.
Las verjas chasquean como disparos
cuando las mueves: frágil cargador
que espanta a quince grajos
volando silenciosos y voraces
sobre este fragmento de invierno
que no ha de alimentarles. Se posan a lo lejos,
hurgando en la basura: nada encuentran
sino el filo del aire, la resistencia blanca.
El hierro de las bridas abre surcos
en este áspero abandono
donde vuelves a ver hojas de roble
junto al espino, pues la escarcha
afila sus contornos. En una tela intacta,
de círculos y radios blanqueados
como una rueda hilada,
cuelga una araña, firme, siempre atenta,
ovillada en la máscara mortal del frío.
Y, al regreso, ves destellar la casa
tras su aguanieve rota, traspasada:
las frondas de la escarcha fluyen.


Trad. J. D.


Retomo un viejo poema (de 1963-66, creo recordar) de mi admirado Charles Tomlinson como emblema de este día intensamente invernal, que en Madrid al menos ha traído nieve, cielo gris y un frío húmedo que se cuela entre las ropas y enrojece la piel. Un poema que debería leerse con el crujido de unos pasos en la nieve como ruido de fondo, o bien mirando (admirando) la blancura indiferente de los tejados.


Hoy he visto la cara y la cruz de una misma moneda: la nieve cayendo sobre el agua plomiza del estanque; la lluvia abriendo agujeros diminutos en la nieve, como huellas de pájaros ligeros, casi imperceptibles. Vivimos por unas horas entre dos formas del gris.
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domingo, diciembre 20, 2009

invernal

La pared que da a la calle despide un frío intenso, mineral. No es el alivio, el frescor reconfortante del verano, sino una placa de hielo inhóspito, como entrañado en piedra: ladrillo y cemento, arena y yeso, el blanco rugoso de la pintura. Fuera, las acacias extienden sus largas ramas, cada vez más finas, como una red de nervios que atravesara la carne del aire. La mañana de invierno es esta luz afilada que todo lo recorta, lo adelgaza, lo perfila. Cada cosa encuentra su refugio, el latido secreto en el que se recuesta. La lucidez de estar a la intemperie.

jueves, diciembre 17, 2009

balance

en memoria de Albert Ràfols-Casamada (1923-2009)

Una luz, la de estos días finales del año, gris y tersa y llena de mansedumbre, como la de un objeto metálico largamente usado, o un pomo de hierro que las manos y la intemperie han pulido hasta casi alabearlo, una curva que pasa inadvertida a los ojos y que sólo un sexto sentido –algo entre la memoria y esa visión alerta que dan la tranquilidad, el silencio– es capaz de percibir. Ahora, mientras camino por el Retiro y observo, a lo lejos, la silueta dentada de los tejados de Menéndez Pelayo, el prisma nebuloso de la torre que sobresale entre los pinos, hasta el sol inflamado de la tarde parece dejarse infiltrar por ese brillo mate, suavemente ceniciento, que nos ayuda a reconciliarnos con otro final de etapa, los balances y cálculos que de forma inevitable o inconsciente cultivamos a estas alturas de nuestro cansancio. Ahí está la puerta del nuevo año, la manilla gastada por todos los días que hemos vivido hasta llegar a ella. Moverla no será nada en contraste con la atención que le prestamos, la calma y la energía que derivamos de su contemplación.

martes, diciembre 15, 2009

2 piedras


Frases que surgen como chispas del entrechocar de dos piedras. Aunque antes debes desdoblarte, convertirte en una piedra y otra piedra.

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Todo lo que se resiste a ser interpretado, elucidado, aclarado, todo lo enigmático y lo inaprensible, como una piedra que la boca no se atreve a morder, dura más.

lunes, diciembre 14, 2009

john burnside / piscis

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Le encantaba el húmedo susurro del limo
cuando el agua de la marea se escurría
y el estuario se alzaba hacia la ciudad
entre la luz de cobre,

una gabarra de vidrio y escamas
y madera flotante barnizada de sal,
un círculo que recorría durante millas
buscando conchas

o recogiendo asterias de una sábana
de tensión plateada, intrigada por las huellas
de vísceras, los hilos de la carne exangüe
y formas renacidas que no tenían nombre

pero brindaban parentesco, memoria, pesadumbre,
un pulso entre el agua y su mano,
el tacto de algo antiguo y enterrado en lo hondo,
la visión y el latido haciendo movedizas las arenas.


Traducción J. D.


Ahora que ha llegado de verdad el invierno a esta ciudad mesetaria, echo de menos el color de la estación junto al Atlántico norte, que no es sino una versión más decantada y feroz, como reducida a sus rasgos más esquemáticos, del invierno asturiano. Así que he recurrido a un poema de un viejo conocido de esta página, el escritor escocés John Burnside (1955): un poema marino, de título curiosamente zodiacal, que me ayuda a recordar el parche tensionado de la arena cuando hay marea baja, el gris plomizo de la piedra del muelle y del cielo que la mira o la duplica, el frío en manos y nudillos mientras paseamos junto al agua expectante y nos agachamos para hacer girar esta o aquella concha, este o aquel fragmento de madera, la visión y el latido (dice Burnside) haciendo movedizas las arenas. Aunque el original es, como casi siempre, mejor: heartbeat and vision quickening the sand (la traducción tiene en cuenta que quicksand significa literalmente arenas movedizas, lo que me obliga a una paráfrasis que ojalá no resulte del todo inelegante).

domingo, diciembre 13, 2009

cielo cerrado

Arrecian el frío y las heladas nocturnas y pienso en F. este comienzo de invierno. Hace tres días que no lo veo en su puesto. Tal vez se haya ido al túnel de Pío Baroja, donde puede resguardarse de las rachas de viento. Tal vez haya recalado temporalmente en un albergue. Ha ocurrido otras veces. Regresa afeitado y aseado, con la ropa de siempre lavada o al menos desprendida unas horas de su carne.

Llegó hace cuatro inviernos y se instaló en mitad del bulevar, en el mismo banco donde suele sentarse ahora, debajo de una hilera de acacias que recorren la calle de un extremo a otro y la convierten parcialmente en una extensión del parque.

Cuando apareció vestía ropa deportiva, tenía la cara limpia y afeitada, maneras tímidas de recién llegado; se veía a las claras que la calle era nueva para él, que no había tenido tiempo aún de asimilar su caída. Como mucho, un rastro de hollín en los pantalones, una nube de descuido flotando vagamente en su expresión, delataban que había dormido a la intemperie aquella noche. Apareció y tomó asiento en el banco con una lata de cerveza en la mano; no la ha soltado desde entonces. Cuatro años, cuatro largos inviernos con sus cuatro veranos le hemos visto degradarse lentamente, perder sus facciones originales hasta convertirse en un sin techo más, envuelto en el anonimato de una barba descuidada y unas ropas gruesas que, sin ser andrajos, tienen el color indescriptible de lo que ha olvidado su origen. Un hombre educado, cortés, que muchos días me pregunta de usted la hora o me pide con voz ronca un pitillo. Un día me acerqué a él para oírle mejor y quedé sobrecogido por la telaraña encarnada de sus ojos vidriosos, inyectados en sangre. La piel del rostro se le ha oscurecido y acartonado, enturbiada por el alcohol y la intemperie, cubierta por la mugre y su barba de mujik taciturno.

Desde hace dos años acepta compañeros de desgracia. Al principio tuvo a su lado a un hombre alto y anguloso, de expresión torva, al que llamaba una y otra vez la atención por su comportamiento agresivo. Sus discusiones se oían a través de las ventanas y perturbaban las noches del barrio. Otros, más fugaces o menos memorables, han ocupado el lugar de aquel primer compañero, pero no por mucho tiempo. Parece un hombre orgulloso, empeñado en hacer valer su evidente superioridad con gestos de una cortesía que no puedo calificar sino de didáctica. Así se hace, parece estar diciendo, la gente no tiene por qué aguantar tus groserías. (Esto no le impide orinar contra las acacias cuando hay ocasión, o cruzar la calle con paso chulesco, como apartando los coches que discurren a su lado.) Ha conseguido incluso que algunos vecinos le hagan compañía de vez en cuando, escuchando con paciencia sus peroratas entrecortadas, asintiendo cuando él remacha con aire ausente una certeza incuestionable. Confieso mi incapacidad para sumarme a ellos. A lo más que he llegado, fuera de la consabida limosna, es a comprar un paquete de tabaco para poder darle un pitillo cuando me lo pide. Sólo así, bajo el disfraz del trueque, me permito una cercanía incómoda. Él también desconfía, huele mi repugnancia y la resiente sin disimulo; su habitual suspicacia se convierte aquí en lucidez.

Miro por la ventana. F. sigue sin aparecer. Ahora es un perro el que orina en el tronco que hay junto al supermercado, quizás animado por rastros anteriores. Un poco más allá, en un banco cercano, un grupo de muchachos combate el frío bebiendo alcohol en vasos de plástico. Parecen eslavos, tal vez polacos, los mismos que suelen frecuentar el locutorio de la esquina. Ha empezado a cerrarse el cielo, nubes que oscurecen la acera y las ramas harapientas de las acacias. Por su bien, espero que regrese mañana.

jueves, diciembre 10, 2009

3 retratos


Con cada desengaño era más libre. No quería ligarse a mí, sino que la decepcionara lo mismo que los anteriores, como si sólo de este modo, confirmando mi falta de adecuación, pudiera confirmar su antigua libertad.

*

Se diría que sólo cediendo en lo superficial, en lo accidental, puede seguir siendo firme en lo esencial. Si trasladara esa firmeza a lo exterior, a lo que apenas roza su espíritu, lo que vive adentro quedaría incontaminado, se pudriría en su soledad.

*

Se vacía en aquellos que tiene alrededor, se vacía en quienes se le parecen pero son inferiores a él. Se vacía hasta ser ellos sin que ellos puedan ser él. Es su castigo, por ser mal maestro. Es su castigo, por ser malos discípulos.

martes, diciembre 08, 2009

cummings / poema


Creo que nunca traduciré la poesía de e. e. cummings de manera ordenada o sistemática. Como mucho, un poema de vez en cuando, como un regalo que uno se hace por sorpresa, un capricho. Su encanto, al menos para mí, reside precisamente en el carácter imprevisible de su escritura, en su libertad suprema, capaz de tocar todos los asuntos y convertirlos, por efecto de su chisporroteo verbal, en fragmentos de una constelación luminosa, asteroides que cruzan el cielo de la página y estallan entre los ojos. Lo que aprecio de cummings, en última instancia, es su capacidad para tocar asuntos que la vanguardia parecía haber desdeñado o desatendido (el amor, el deseo, las ondas sísmicas del tacto y la pasión erótica) y darles siempre una nueva vuelta de tuerca, un tratamiento que nunca es previsible o sentimental, aunque beba directamente de la poesía clásica, de Catulo a Whitman pasando por Shakespeare. Como Whitman, cummings es un norteamericano al que no le asustan el cuerpo ni sus festejos íntimos: pies, manos, dedos, labios, ojos, brazos y piernas comparecen una y otra vez, magnificados por la cercanía erótica, en esta celebración vital de la que el poeta destierra todo asomo de culpa, de inquietud. Aquí no hay pecado, sólo la imagen de una inocencia que pasa de largo ante las aduanas del intelecto y planta sus tiendas, como hacía Blake, en el territorio de los sentidos y la alegría física, pues, como se dice en este poema, «aunque… la vida no sea,no dejará de dar besos».



Tus dedos hacen flores tempranas

Tus dedos hacen flores tempranas
de cualquier cosa.
tu cabello las horas aman sobre todo:
suavidad que
canta,diciendo
(aunque amor sea un día)
no temas, saldremos de cortejo.

tus blanquísimos pies flamantes se extravían.
Siempre tus
ojos humedecidos juegan a darse besos,
cuya extrañeza mucho
dice;cantando
(aunque amor sea un día)
¿a qué muchacha traes flores?

Ser tus labios es algo dulce
y pequeño.
Muerte, te llamo rica más que cualquier deseo
si esto atrapas
perdiendo lo demás
(aunque amor sea un día
y la vida no sea,no dejará de dar besos).


Trad. J. D.


El original, aquí.

sábado, diciembre 05, 2009

plantar cara

7de7, la espléndida revista virtual del poeta y crítico Marcos Canteli, estrena nuevos formato y cabecera con textos de y sobre José-Miguel Ullán, Eloísa Otero, Esther Ramón, Fruela Fernández, Javier Vela y Juan Soros, entre otros. Uno de ellos es «Plantar cara», el breve escrito (apenas tres folios) que leí ayer en el homenaje que tributamos a José Ángel Valente en el Centro Cultural del Círculo de Lectores en Madrid. En realidad, no es más que un apunte personal sobre «Lo sellado», poema de El inocente que siempre me ha intrigado por su cortante ironía, su furia contenida. Gracias, Marcos, por tu generosa hospitalidad.

El acto, por cierto, resultó muy bien; quizá demasiado largo para algunos (casi dos horas, incluyendo el epílogo musical), permitió sin embargo la convivencia de acercamientos y asedios muy distintos. Una forma de demostrar, de nuevo, que la gran poesía acoge y espolea a los lectores más diversos, como un prisma que recibe y devuelve la luz desde cualquier ángulo.

jueves, diciembre 03, 2009

quien

Quien escribe como si pintara en el aire la puerta por donde salir o huir de sí mismo. No se da cuenta de que la puerta sólo conduce al punto de salida, pero una salida donde las palabras que acaba de emplear han perdido mucho de su poder, de su capacidad curativa.

*

Quien escribe como si extendiera un lecho de brasas ardientes sobre la página. Pero luego pretende que sean los demás quienes lo atraviesen.

miércoles, diciembre 02, 2009

presencia de josé ángel valente


Sí, no se puede negar: la convocatoria cae en uno de los peores días del año, nada menos que víspera del puente de la Constitución. Pero, como se suele decir, es por una buena causa. El próximo viernes, 4 de diciembre, a las 19.30 h., en el Centro Cultural del Círculo de Lectores (Calle O’Donnell, 10, 28009 Madrid), un grupo de poetas y críticos más o menos jóvenes (en ese menos me incluyo) rendimos homenaje a José Ángel Valente con motivo de la publicación del segundo volumen de sus Obras completas. Participamos Marta Agudo, Jordi Doce, Manuel Fernández Casanova, José Luis Gómez Toré, Antonio Méndez Rubio, Carlos Peinado Elliot, Esther Ramón y un servidor, con Claudio Rodríguez Fer y Andrés Sánchez Robayna de maestros de ceremonias. Cada cual leerá en público un brevísimo texto (no más de dos folios y medio) a partir de un poema de Valente escogido para la ocasión. No haya miedo: prometemos ser concisos y amenos. El día lo merece y casi lo exige, a la vista de que casi todo Madrid piensa marcharse de puente. Pero si alguno queda rezagado, sabe que lo acogeremos con los brazos abiertos.

lunes, noviembre 30, 2009

dos poemes

A pesar de lo que haga suponer mi nombre, jamás he escrito ni siquiera una línea en catalán. Alguna vez he traducido poemas y ensayos de escritores catalanes, y en tiempos incluso una amplia muestra de los diarios ingleses del historiador Ferran Soldevilla, que pasó parte de la década de 1920 en la Universidad de Liverpool. Por eso me ha hecho tanta ilusión el gesto del espléndido poeta José Luis García Herrera, que ha colgado en su bitácora una traducción catalana de mis poemas «Sylvia Plath» y «Viejo poeta» (ahora convertido en «Vell poeta»). Han quedado francamente bien, con esa sonoridad más cortante y concisa del catalán (por algo es mejor lengua que la nuestra para traducir la poesía en inglés). José Luis ha logrado tomar esos dos viejos poemas (al menos para mí) y darles nueva vida. Un esfuerzo de aclimatación que nunca le agradeceré bastante.

domingo, noviembre 29, 2009

x-mas

Primera noche con la iluminación navideña en las calles. Es curioso, he disfrutado mucho más que cuando era niño, he sentido una ilusión tan inesperada que, en un primer momento, la he atribuido al agotamiento (eran casi las nueve y media y todavía estaba en la calle, con las defensas intelectuales bajas, esperando el autobús de vuelta a casa y resintiéndome de los viajes de estos días). Pero la ilusión era genuina, como si, precisamente por ser adulto, quisiera disfrutar aun más de ciertos regalos o momentos infantiles que de pequeño me parecían de lo más normal, adscritos al orden natural de las cosas. Con el tiempo estos momentos de tregua, estas pequeñas y triviales iluminaciones domésticas que nos acercan de otro modo la atmósfera de la niñez, cobran una importancia inesperada; tienen algo de bálsamo para los rasguños del día a día, de hechizo contra el mal de ojo de la vida misma, y uno se aferra a ellas con plena conciencia de su carácter pasajero y hasta de cartón piedra, pero deseando respirar por un instante ese aire más limpio, más sencillo, como de quien todavía está aprendiendo a caminar.

domingo, noviembre 22, 2009

2mun2


Un mundo en el que sólo los gestos inconscientes, los esfuerzos involuntarios, tuvieran consecuencias. Causar tristeza o alegría, ofensa o alivio, pero siempre sin saber cómo.

*

Un mundo en el que nuestra muerte se nos anunciara siempre con un año de antelación. Una simple carta, un aviso escueto, sin detalles ni grandes ceremonias.

¿Cuál sería la religión de moda, entonces?

viernes, noviembre 20, 2009

sobre robert graves

Hace algunos años, con motivo de la exposición que el Círculo de Bellas Artes dedicó a su figura y su obra, publiqué este artículo sobre Robert Graves en el suplemento cultural del ABC. Se trataba, creo recordar, de glosar su labor poética y desvelar algunas de las claves que animaron la escritura de sus poemas. La verdad, me había olvidado de la existencia de este trabajo, hasta que ayer mismo, rebuscando entre papeles viejos, di con una fotocopia en una carpeta llena de papeles oficiales y notas y tarjetas de cortesía. Leído ahora, creo que cumple dignamente con su función y que explica en pocas líneas quién fue el poeta Robert Graves. Lo cuelgo recordando mi visita el año pasado a su vieja casa en Deiá, un lugar tocado realmente por la gracia, y recordando también mis primeras lecturas de la poesía de Graves, una breve muestra de su obra en la que aparecían ya (no recuerdo ahora quién las traducía) canciones como «Cerezas o lirios» o ese breve «Gota de rocío y diamante» con que se cierra el artículo.


La poesía necesaria de Robert Graves

Más conocido entre los lectores por sus narraciones históricas (Yo, Claudio y su secuela, Claudio el dios) o sus recreaciones de la mitología clásica, como El vellocino de oro, Robert Graves (1895-1985) fue, antes y por encima de todo, un poeta. La poesía fue su primera vocación y la médula dorsal de su itinerario creativo, el ámbito hechizado en el que descansaba de los trabajos alimenticios que financiaron su exilio voluntario en Deià. Trabajador infatigable (sólo en 1972 su bibliografía sumaba ciento veinte títulos), Graves cultivó la biografía y la autobiografía, la novela histórica y la novela a secas, el relato corto y la literatura infantil, fue traductor, editor, conferenciante y compilador de guías y enciclopedias, antólogo y ensayista literario, y en todas estas capacidades supo combinar su gran erudición con un punto de sabrosa excentricidad que despojó su trabajo de cualquier asomo de pedantería y difundió su nombre entre el gran público. Pero el centro, la reina o «diosa blanca» de su colmena mallorquina fue la poesía, a la que se aferró en el transcurso de sus múltiples trabajos con una sana y admirable obstinación. Graves se inició como poeta y como poeta terminó sus días, cuando la edad lo hubo incapacitado para trabajos de más largo aliento. Por eso no deja de ser curioso, o aleccionador, que sus mejores poemas se escribieran en la etapa más prolífica de su vida, la que va del comienzo de la segunda guerra mundial a mediados de los sesenta.

El acontecimiento central en la vida y la poesía de Graves fue su precoz experiencia como soldado en las trincheras de la Gran Guerra. Esta vivencia traumática constituye el meollo de su libro autobiográfico Adiós a todo eso (1929), escrito a modo de exorcismo de un pasado con el que no tardaría en romper definitivamente, o al menos así explicó su traslado a Mallorca con la también poeta Laura Riding en octubre de 1929. Esta idea de exorcismo articula también su concepción de la poesía, entendida como un acto de reducción y domesticación de realidades demasiado intensas o terribles. Uno de sus mejores poemas, «The Cool Web», es explícito a este respecto. El lenguaje atrapa en sus redes lo inmanejable («el olor de la rosa en verano…, el horror de los soldados que desfilan») y nos lo entrega manso, obediente. El lenguaje, y en especial el lenguaje poético, cumple así una función terapéutica, tranquilizadora, que es garantía de cordura y nos prepara para una muerte serena:

 Hay una fresca telaraña de palabras que nos enreda,
 huye del excesivo gozo o del miedo excesivo…

Hijo de un conocido poeta y folclorista irlandés, Graves fue siempre un cultivador de formas y estilos tradicionales. Sus primeros libros abundan en romances y canciones pastoriles y tienen mucho de anacronismo en un momento en que el modernism de Eliot y Pound dominaba la literatura británica. Graves fue siempre hostil a la vanguardia y más de una vez expresó su franco disgusto por la poesía (y la persona) de Pound. Pero tuvo que esperar bastantes años para construir una alternativa seria al programa del modernism. En esta labor contó con la ayuda inapreciable de Laura Riding, quien limpió su idioma literario de adherencias sentimentales y retóricas y le educó en los beneficios de la alegoría y la elipsis. El resultado es una poesía de formas clásicas, serena y compuesta en la línea de Ben Jonson, pero al tiempo de gran soltura y ductilidad, capaz, en palabras de Michael Schmidt, de sostener «ritmos fuertemente coloquiales sobre una base prosódica tradicional». Graves es un escritor sobrio y mesurado, que concibe el poema como habla memorable y gusta, sin estridencias ni excesos, del aforismo, del verso lapidario.

Aunque su obra es variada y cubre muchos registros (alegoría, humor, metapoesía), hoy se le recuerda, sobre todo, como un gran poeta amoroso. Su concepción del amor, fundada en el culto a la «diosa blanca», subrayó la dimensión tiránica, voluble y caprichosa de la fascinación erótica, que sin embargo supo retratar con sabio humor y distancia. La diosa blanca (1948), uno de sus libros más fértiles y subyugantes, cumple la misma función que A Vision en el caso de Yeats, es decir: trata de ordenar las intuiciones y convicciones privadas del poeta en un sistema, una «ficción suprema» que sostenga y anime su cometido. Fue un libro importante en la educación de muchos poetas británicos, de Ted Hughes a Seamus Heaney pasando por Peter Redgrove, aunque cabe preguntarse hasta qué punto el propio Graves fue fiel a sus postulados. Lo cierto es que con los años su poesía se adelgazó, se volvió más ligera y juguetona, aunque sin perder nunca el acento de vigor y de entereza que caracteriza sus mejores momentos, como en esta breve y hermosa «canción» donde juega, una vez más, con su gusto por los esquemas maniqueos y las comparaciones memorables:


  
Gota de rocío y diamante

   La diferencia entre tú y ella
   (a quien una vez preferí)
   es fácil de apreciar: ella brillaba
   como un diamante, mas tú brillas
   como una gota de rocío
   sobre el pétalo de una rosa roja.

   La joven gota lleva en su mirada
   montaña y bosque, mar y cielo,
   y todos los cambios de clima;
   un diamante, por el contrario, escinde
   la visión en inútiles fragmentos
   que nadie puede restaurar.


                   Trad. J. D.

El original, aquí.
.

jueves, noviembre 19, 2009

vaya por dios


Por encima de Dios, una prohibición: no puede pisar la Tierra.
   La ineficacia de sus sirvientes y enviados. Todo empieza a estar más claro.

*

El inmenso cansancio de la creación.
   El estupor de Dios al despertarse de su largo sueño y leer cuanto le atribuyen desde que el mundo es mundo.

*

Crear para que luego los demás puedan creer, el privilegio del dios. Creer cualquier cosa para luego poder crear, nuestra miseria.

*

Dios, en su soledad de eones interminables, no es menos capaz de cualquier cosa por salir de su entumecimiento que un puñado de adolescentes, una tarde de sábado infinita, pateando el aire desde su hastío de calle de barrio.

*

Dios se limpia los dientes con un palillo, y de pronto una recua de hombres cae aullando al vacío.

lunes, noviembre 16, 2009

james wright / poema


Uno de los rasgos más célebres de la poesía de James Wright son los títulos de muchos de sus poemas, larguísimos, casi tan sugestivos o deslumbrantes como los poemas mismos. (Digo muchos porque «Mineros», que colgué hace unas semanas, es más bien un ejemplo de lo contrario.) Algunos, como «Tendido en una hamaca en la granja de William Duffy, en Pine Island, Minnesota», son simples acotaciones escénicas; otros, como el del poema que traigo hoy a esta bitácora, parecen una mezcla de Whitman y Apollinaire, con un aire entre rapsódico y chistoso que allana el camino y nos avisa sin engaño de lo que está por llegar: una breve escena que combina el asombro del niño con la astucia irónica –juguetona– del adulto. La mala poesía nos deprime, escribe Wright. La naturaleza, hasta en sus fragmentos literalmente incultos, abre puertas, disipa cualquier indicio de hartazgo.


Deprimido por un libro de mala poesía, echo a andar hacia un prado silvestre e invito a los insectos a reunirse conmigo

Aliviado, dejo caer el libro tras una roca.
Asciendo una ligera cuesta de hierba.
No quiero molestar a las hormigas
que recorren en fila india el poste del cercado,
portando pequeños pétalos blancos,
lanzando sombras tan precarias que puedo ver por ellas.
Cierro los ojos un instante y escucho.
Los viejos saltamontes
están cansados, saltan pesadamente,
tienen sobrecarga en los muslos.
Me gustaría oírlos, los sonidos que emiten son claros.
Se han ido a dormir.
Delicioso y lejano, entonces, un oscuro grillo les releva
en los castillos de arce.



Trad. J. D.

domingo, noviembre 15, 2009

looking for someone

Días como hoy, un domingo de mediados de otoño, cuando el parque se convierte en un inmenso panal de gentes muy diversas, en el que me parece que bastaría con fijarse por turnos en cada persona o grupo humano para reconstruir casi por entero el abanico de nuestras acciones y actitudes: miradas de desdén o indiferencia, carreras alegres, gestos de inquietud, distancias invisibles que sostienen el andar de una pareja, sonrisas y soledades, familias que establecen complejas coreografías de atracción y rechazo…

Basta abrir un poco los ojos para vernos representar, a cada instante, una faceta marcada de nuestra naturaleza. A veces esta riqueza me aturde, se me viene a la cara hasta dejarme sin aliento. Otras simplemente me abandono al flujo, discurro entre rostros y muecas y andares sin dejarme manchar o importunar por su riqueza, parte de un río que avanza hacia ningún sitio, que da vueltas sobre sí mismo hasta adelgazarse o desaparecer con la llegada de las sombras. Cada fragmento de ese río es una imagen de la totalidad, y basta cruzarlo en cualquier sentido para hacerse –literalmente– con los personajes de una novela: un fragmento de mundo arrancado para nuestro examen. Un estudio que es también diversión, formas de pasar el tiempo para que el tiempo no se nos vaya demasiado pronto de las manos. Hasta que torcemos el rumbo y otro fragmento se cruza con nosotros, sin tiempo para desarrollarlo. Todo queda en apuntes, briznas que tan pronto sugieren una hipótesis se dispersan en el aire. Así ocurre cuando no hay tiempo ni paciencia para unirlas más estrechamente.

Cuando quiero darme cuenta ya estoy fuera del parque, camino de casa. Pero mi pensamiento tarda en seguirme, es como un niño que se entretiene rebuscando en un seto mientras sus padres le reclaman diez metros más adelante. Un espacio abierto donde no hago pie y en el que aparecen, lentamente y con esfuerzo, estas palabras. Un poco de tierra tapando los baches.

viernes, noviembre 13, 2009

el buen gregario

Todo a medias, como siempre. No ha logrado aprovechar bien el tiempo ni perderlo del todo, a conciencia, a fin de sacar algo del río revuelto. Tiene la fertilidad del término medio clavada en la garganta, como una espina.

viernes, octubre 23, 2009

un gato


Los poemas sobre gatos son todo un subgénero poético dentro de la literatura inglesa moderna. Desde las piezas tempranas de Edward Thomas o de Yeats (creador de la memorable Minnaloushe) hasta «Esther’s Tomcat», de Ted Hughes, o «Music and the Cat», de Charles Tomlinson, pasando por el célebre Old Possum’s Book of Practical Cats de T. S. Eliot, la lista de poemas gatunos es interminable y cubre todo el espectro de visiones o puntos de vista sobre la presencia de este felino en nuestra vida cotidiana (y no olvido el largo y hermosamente excéntrico poema de Christopher Smart sobre su gato Jeffrey que colgué hace meses). Peter Redgrove también ha cultivado este subgénero con un breve y hermoso poema sobre el gato de su hija, una viñeta que recuerda a Ted Hughes y que se cierra, muy sugestivamente, con la palabra «luz». Lo traduzco para celebrar que el gato de mi hija, Bigotes, cumple medio año de vida traviesa y algo enloquecida, aunque todavía no le he visto perseguir las gotas de aire condensado en el cristal del ventana. Todo se andará, supongo.


El gato de Zoe

Es joven y delgado, y de un negro tan terso
como si hubiera emergido de un salto
desde el oscuro huevo de la noche. Con ojos

dorados como yemas, escudriña
sobre el cristal helado las gotas de rocío
de nuestro aliento: piensa que son ratones.

Un anillo de gotas patina por el vidrio
y estalla contra el marco: su zarpa se dispara
y observa el agua escasa mientras la hace girar

con ceño inquisidor y, sin dudarlo,
la lengua se dispara y lame ávida,
toma el agua inocente que da un grito de luz.


Trad. J.D.

miércoles, octubre 21, 2009

umberto eco / entrevista

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Foto: Eva Sala


Contra las supersticiones. Acostumbrado a la fuerza y la calidez del icono, sorprende enfrentarse a un Umberto Eco (Alessandria, Piamonte, 1932) sin su consabida barba y su sombrero, aferrado a un bastón que hace las veces de ancla o de estilete con el que subrayar cada giro de la conversación, cada vuelta del pensamiento. La rueda de prensa ha terminado con más retraso del previsto y se adivina cierta impaciencia en sus maneras, pero pronto las bromas y el afán por compartir anécdotas significativas introducen cordialidad en sus palabras. Eco está en el Círculo de Bellas Artes para recoger la Medalla de Oro que ha recibido por una vida de intensa actividad intelectual y aportaciones sustantivas en el campo de la semiótica, la crítica literaria, el debate de ideas y la creación literaria.

JD: El título de su último libro de artículos, A paso de cangrejo, es explícitamente pesimista y enlaza con un viejo ensayo titulado «Hacia una nueva Edad Media» en el que, apoyándose en un estudio de Roberto Vacca, venía a establecer que ciertos rasgos de la sociedad tecnológica parecen preludiar una nueva Edad oscura (aunque ya entonces aclaraba que la presunta oscuridad de la Edad Media es un mito interesado de la mente renacentista). Uno de los pilares básicos de este paralelismo es el que se establece entre la Pax romana y la Pax norteamericana. ¿Llevaríamos esta idea demasiado lejos, en un sentido simplista, equiparando el ataque del 11-S con el Saqueo de Roma por Alarico en el 410 d. C.? Después de todo, el imperio está ahora en manos de un presidente que ya no pertenece a la gens patricia, que no es un romano/americano de pura cepa. Y los ejércitos que combaten en Irak o en Afganistán, como los que combatían en Vietnam, son ejércitos de bárbaros, incluso de mercenarios reclutados por empresas de seguridad.

Al mismo tiempo, otros fenómenos señalados por Vacca, como la vietnamización del territorio (edificios privados protegidos por empresas de seguridad, barrios convertidos en ghettos, aislados como las «comarcas» medievales) o el neonomadismo (es más fácil viajar de Nueva York a Roma que de Barcelona a Jaén, por poner un ejemplo) han cobrado un vigor significativo.

Umberto Eco: Después de haber escrito el artículo, soy poco dado a decir que haya un paralelismo entre nuestro tiempo y la Edad Media. Cuando aquella discusión tuvo lugar hallé paralelismos, pero ahora respondo siempre que por cien euros encuentro paralelismos entre nuestra época y la de los neandertales, o entre nuestro tiempo y la sociedad minoica… Lo que sea. Sin embargo, algunos de aquellos fenómenos que señalaba entonces siguen desarrollándose, siguen teniendo vigencia. Así, por ejemplo, el hecho de que la alta burguesía viva, a todos los efectos, aislada en castillos blindados con guardianes que los protegen. Esto es verdad, se ha acentuado el aislamiento de los barrios ricos respecto de los pobres...



[Así comienza la entrevista que le hice a Umberto Eco el pasado mes de mayo en el Círculo de Bellas Artes y que acaba de ver la luz en el número 12 de la revista Minerva. Un encuentro rápido, poco más de treinta minutos -los que tuve entre el final de la rueda de prensa y el comienzo de su almuerzo- en los que traté de repasar algunas de sus ideas en clave contemporánea. Sospecho que no lo conseguí. Podéis leer la entrevista íntegra aquí.]

lunes, octubre 19, 2009

james wrigth / mineros

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Si hay un poeta norteamericano que recibió a conciencia el influjo de nuestra vanguardia, de los poemas surrealistas de García Lorca, Alberti, Aleixandre o del Neruda de Residencia en tierra, ése es sin duda James Wright (1927-1980). Director junto con Donald Hall de la influyente revista The Fifties, en la que publicó numerosas traducciones de poesía alemana y española, ganador del premio Pulitzer en 1971 con sus Collected Poems, Wright fue un poeta de vida difícil y algo desafortunada. Nacido en el cinturón industrial de Ohio, hijo de un trabajador siderúrgico, Wright siempre se consideró un outsider, separado de sus colegas por una fortísima conciencia de clase que reaparece una y otra vez en su trabajo. Tuvo problemas de alcoholismo (como Berryman), fue sometido a electroshock (como Plath) y acabó harto de las obligaciones docentes (como otros muchos de su generación). Justo cuando parecía haber encontrado la serenidad con su segunda mujer, Edith Anne Runk, dedicado casi en exclusiva a escribir y viajar por Europa gracias a una beca providencial, le diagnosticaron un cáncer de lengua. Murió en marzo de 1980 después de una rápida agonía.

Encontré la traducción de este poema, «Mineros», en una carpeta donde guardo borradores y trabajos inconclusos (la mayoría escritos a mano) de mis primeros años en Inglaterra, allá por el 92-95. No la recordaba, pero la hoja tenía hasta el número de página del libro original, Contemporary American Poetry, la antología de Donald Hall en Penguin que ya he mencionado en otras entradas. Releyendo los poemas que incluye Hall, y otros que he ido encontrando un poco por azar, me pregunto por qué entonces no me fijé más en su trabajo. Este poema es un buen ejemplo de su destreza para combinar un asunto de corte, digamos, social con la pulsión imaginativa y metafórica de la vanguardia. El resultado es un modelo de sequedad y sugerencia, de emoción contenida y fuerza simbólica que nos deja, también a nosotros, oyendo extraños ruidos en la noche.


Mineros

La policía está rastreando los cuerpos
de los mineros en las aguas negras
de las afueras.

Unos pocos se arrastran
buscando más abajo, hasta que aferran
los dedos del mar.

En algún sitio, al otro lado
del chapaleo y las marmotas soñolientas,
un hombre fuerte, a solas,
aporrea la puerta de una tumba, gritando
Dejadme entrar.

Muchas mujeres
se adentran en los pozos por largas escaleras
y aparecen en los palacios tambaleantes
de cisternas abandonadas.

En medio de la noche
oigo vagones moviéndose sobre rieles de acero,
[chocando
bajo tierra.


Trad. J. D.

domingo, octubre 18, 2009

con los ojos abiertos, a la orilla del mundo

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..
Fueron los tiempos de la nueva austeridad.
Lunas rotas en los escaparates
y el viento atravesando los relojes;
rostros que los espejos no apresaban
y palabras manchadas por el hambre.

Los perros iban y venían por el barrio
imitando las formas grotescas de los árboles.
En sus paseos dibujaban una selva de aromas
y al fondo de la selva un templo reluciente,
lleno de pájaros que nunca oiríamos.

Todo el mundo salía con maletas,
estábamos en tránsito sin ganas de viajar.
Lejos de la sospecha de los patios
el cielo planteaba ecuaciones incomprensibles
como el habla de los amantes.

Muchas veces el sol brilló por su ausencia,
muchas veces lo hicimos brillar en sueños.
Cada día durante un año
llegaron cartas de lugares por explorar,
cartas en blanco para mi padre muerto.

Y el cartero, con las primeras luces,
descansaba en un banco de la esquina
para calmar su sed
en la niebla insistente
que mordía sus pasos.
.
.

viernes, octubre 16, 2009

otras alas

La fábula de Ícaro no es sólo, como se nos recuerda una y otra vez con dedo admonitorio, un aviso a navegantes demasiado ambiciosos, empeñados en franquear o transgredir el espacio que se les ha asignado, el papel que deben representar. Es también una crítica al modo en que ciertas voluntades proceden a plasmarse e intervenir en el mundo. El fracaso de Ícaro no se desprende, en realidad, de ese exceso de hybris que le lleva a rivalizar con el sol, aunque así lo parezca y así haya quedado registrado al margen de la fábula. Su verdadero error está en haberse contentado con una solución mecánica, esto es, en confeccionarse unas alas con plumas y cera que, llegada la hora de la verdad, no resisten el embate del calor. Nosotros no volamos, el avión lo hace por nosotros.

La genuina voluntad no debe contentarse con este atajo mecanicista; aun a sabiendas de que puede lograr poco o nada por esta vía, no debe plasmarse en el tener, en el simple hacer, sino proyectar su energía y sus vectores en el querer ser, en la creencia disparatada, fuera de todo lugar y razón, de que a fuerza de querer volar nos saldrán alas.

jueves, octubre 15, 2009

a ticket to ride / 2

Charlan de sus achaques y visitas al médico como soldados que repasan y enumeran sus hazañas bélicas. Cuentan por medallas cada sesión de rehabilitación, cada palabra de alabanza de las enfermeras. Están encantadas de conocerse y poder comparar datos, informes, experiencias. Hasta que empiezan a recordar sus conversaciones con los médicos. Entre el ruido del autobús en marcha y los timbrazos de un móvil cercano me llega sólo el final de una frase: «Así me lo dijo, mira: ‘Tiene que pensar que su cuerpo es como una vela que se apaga’». Sentado en silencio junto a la ventana, no sé qué más reprocharle a ese médico desconocido, si la crudeza del comentario o el que lo aliñara cínicamente con un toque de falso lirismo.

miércoles, octubre 14, 2009

5 secretos

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Cultivé con entusiasmo el único punto en que estábamos de acuerdo: su hartazgo de mí.

*

Su inmadurez sería encantadora si su cuerpo no la desmintiera una y otra vez.

*

Sé bien que he decepcionado al joven que fui: todos sus sueños, sus inquietudes, sus aspiraciones, convertidos en bosta para estercolar. ¡Pero ya quisiera yo verle en mi situación!

*

Su inteligencia era como un cuchillo sin mango. No sabía cómo emplearla sin cortarse.

*

¿Aprender otra lengua? Pero si dice siempre lo mismo.
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lunes, octubre 12, 2009

yeats / la segunda venida

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Girando sin cesar en la espira creciente
el halcón ha dejado de oír al halconero;
todo se desmorona; el centro se doblega;
arrecia sobre el mundo la anarquía,
arrecia la marea rebosante de sangre, y en todas partes
la ceremonia de la inocencia es anegada;
los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores
están llenos de brío apasionado.

Sin duda una revelación es inminente;
sin duda la Segunda Venida es inminente.
¡La Segunda Venida! Apenas digo estas palabras
cuando una vasta imagen del Spiritus Mundi
perturba mi visión: oculta en las arenas del desierto
una forma con cuerpo de león y cabeza de hombre,
de pupilas vacías y crueles como el sol,
mueve sus lentos muslos, mientras en torno fluyen
las sombras indignadas de las aves del yermo.
Cae de nuevo la oscuridad;
pero ahora sé que veinte siglos de pétreo sueño
fueron mortificados hasta la pesadilla por el mecerse de una cuna,
¿y qué bestia escabrosa, llegada al fin su hora,
se arrastra hacia Belén para nacer?

1920


Trad. J. D.

sábado, octubre 10, 2009

pausa publicitaria

Como reza un pequeño recuadro informativo que colgué a mediados de septiembre en la columna izquierda de esta bitácora, del lunes 2 al viernes 6 de noviembre, de 17.00 a 20.00 h., impartiré un taller de poesía en La Casa Encendida de Madrid. Una oportunidad, creo, para compartir lecturas y escrituras, desterrar tópicos e ideas preconcebidas y profundizar en el ejercicio de la composición, la creación de imágenes, el desarrollo de ideas e intuiciones… La matrícula cuesta 45 €. Por desgracia, sólo podemos tener 15 alumnos por taller, así que habrá selección previa. Me dicen desde La Casa Encendida que el plazo de inscripción termina el próximo viernes día 16 de octubre. Si queréis más información, pulsad en el logo de LCE que aparece a la izquierda y accederéis a un documento en pdf con toda la información pertinente.

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Mi buen amigo el poeta José María Castrillón y un servidor hemos abierto una revista/bitácora llamada Las razones del aviador. Un lugar donde ir colgando cada cierto tiempo ensayos, artículos, poemas y traducciones de los autores más diversos. Una forma de satisfacer nuestra pulsión editora, algo adormecida durante cinco años después del cierre de la revista Solaria. Contamos con el apoyo y la ayuda de otros dos buenos amigos: Jaime Priede y Tomás Sánchez Santiago, y con un buen cargamento de colaboraciones que irán viendo la luz cada diez o quince días, más o menos. La idea es crear un lugar abierto y ecléctico, un foro de creación y reflexión crítica, pero sin concesiones al «todo vale», la actualidad periodística o muchos de esos presuntos valores mediáticos que se disipan tan pronto damos un paso en su dirección. A ver si lo conseguimos.

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Desde hace algunas semanas vengo colgando mis poemas, antiguos y recientes, en una bitácora que toma el nombre del libro que publiqué en Pre-Textos hace casi diez años, Lección de permanencia. Voy a poema por día, más o menos, así que calculo que a finales de año habré dado cuenta de la mayor parte de los textos que aún considero dignos o al menos publicables, aunque pertenezcan a otra época de mi vida o hayan dejado de responder a lo que pido de un poema. Es una curiosa manera de hacer balance y de revisar viejos papeles, con lentitud y también con feliz constancia, porque de alguna manera, al recogerlos ahora, vuelven a formar parte del presente. En cierto modo, es como si estuviera escribiendo o preparando mi primer libro de poemas. Ahora que llevo algo más de cincuenta entradas, creo que es hora de anunciar de viva voz (o de viva letra) su existencia. Quedáis invitados.

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Y para terminar con una nota totalmente distinta, un fragmento de diálogo que oí el otro día en la calle, dos adolescentes que caminaban por delante de mí y que dejaron en el aire esta pequeña perla:

Ella: ¿Has visto La vida de Brian?
Él: No… Bueno, vi partes…
Ella: Los Monty Python son geniales.
Él [rotundo]: Si te digo la verdad, yo creo que no les he pillado el punto porque nunca me he puesto a verlos en serio.

jueves, octubre 08, 2009

hipótesis

Un lugar, en la calle atestada de gente, por el que nadie ha pasado nunca. Un lugar intacto. ¿Un lugar muerto?

miércoles, octubre 07, 2009

mark strand / traducción


Uno de los textos más divertidos y sugerentes sobre traducción poética que he leído nunca es esta breve pieza en cinco partes que su autor, el poeta norteamericano Mark Strand (aunque nacido en Prince Edward Island, Canadá, en 1934), incluyó originalmente en su libro de poemas The Continuous Life (1990; La vida continua). Once años después, en 2001, volvió a ver la luz dentro de un compendio de ensayos titulado The Weather of Words (Alfred A. Knopf, 2001; El clima de las palabras). El texto (¿poema? ¿ensayo?) habla por sí solo y no requiere glosa o comentario. Es irónico, es ameno, y en sus cinco partes Strand desmonta con frescura y rotundidad algunos tópicos sobre el tema, además de rendir un sentido homenaje a Borges. ¿Qué más se puede pedir?

 
 
Traducción

I

Hace algunos meses, mi hijo de cuatro años me dio un sobresalto. Se había agachado y estaba limpiándome los zapatos cuando alzó los ojos y dijo: «Mis traducciones de Palazzeschi no van por buen camino».


Retiré el pie de inmediato: «¿Tus traducciones? Ignoraba que supieras traducir».


«No me has prestado mucha atención últimamente –respondió–. He tenido grandes dificultades a la hora de decidir cómo quiero que suenen mis traducciones. Cuanto más atentamente las miro, menos seguro estoy de cómo han de ser leídas o comprendidas. Y, dado que soy un poeta incipiente, cuanto más se parezcan a mis propios poemas, menos probable es que tengan alguna calidad. Trabajo sin cesar, haciendo infinidad de cambios, con la esperanza de llegar por algún milagro a la versión adecuada en un inglés que no soy capaz de imaginar. Ha sido duro, papá.»


La visión de mi hijo bregando con Palazzeschi hizo que me saltaran las lágrimas. «Hijo mío –dije–, deberías traducir a un poeta joven, alguien de tu edad, que no haya escrito buenos poemas. De este modo, si tus traducciones son malas, no tendrá importancia.»


 
II

La maestra de mi hijo en la guardería vino a verme. «No sé alemán», dijo, mientras se desabrochaba la blusa y el sujetador y los dejaba caer al suelo. «Pero siento la necesidad de traducir a Rilke. Ninguna de las traducciones que he leído me parece buena. Si las combinara todas, estoy segura de que podría conseguir algo mejor.» Se bajó la falda. «He leído que Rilke es una especie de Gerald Manley Hopkins en alemán, así que tendré El naufragio del Deutschland a mano. Algo me tiene que influir, a la fuerza. No sé bien qué poemas traduciré, pero me inclino por las Elegías de Duino, pues se parecen más a mis propios poemas. Por supuesto, asistiré a clases de alemán mientras trabaje.» Se quitó las medias. «Bien –preguntó–, ¿qué te parece?»

«Eres una de esas personas –dije–, que piensa que la traducción es una lectura, no del texto original, sino de todas las demás traducciones que están a su alcance. ¿Por qué gastar dinero en clases de alemán si tu traducción se nutre en realidad de traducciones ya publicadas?» Luego, mientras extendía la mano para espantar una mosca de su cabello, proseguí: «Tu estrategia es la del editor: corriges la traducción de otro hasta que suena como tú quieres, sorteando la etapa más importante en la conversión de un poema en otro: el estadio inicial que cifra la originalidad de tu lectura y que consiste en encontrar equivalentes aproximados. Incluso si trabajas con alguien que sepa alemán, no serás más que el editor de esa persona, pues será ella quien dé el primer paso, y, por mucho que racionalice su elección, la habrá hecho de forma intuitiva o automática».

«¿Me estás diciendo que no debería traducir?», dijo ella.


 
III

«¿Qué sucede?», le dije al marido de la maestra de la guardería.

«He decidido no dedicarme a la traducción a fin de salvar mi matrimonio –dijo–. Había pensado en traducir los poemas de Jorge de Lima, pero no sabía cómo.» Se secó la humedad del labio superior con un pañuelo de papel arrugado. «Pensé que tal vez una traducción debía sonar como una traducción, de modo que el lector supiera que aquello que estaba leyendo tenía una vida anterior en otra lengua y no había sido concebido en inglés. Pero no era capaz de escribir en un estilo que hiciera pensar al lector que lo que estaba leyendo era mejor cuando aún no había pasado por mis manos. Dignificar el poema a costa de la traducción me parece un procedimiento tan perverso como borrar el original con una traducción. No sólo eso», dijo, mientras secaba mi labio superior con el pañuelo, y me acariciaba la mejilla con el dorso de su mano, «sino que si el idioma poético dominante de una época determina cómo ha de traducirse un poema (y en general es así), también ha determinar qué poemas deberían ser traducidos. Es decir, en un periodo dominado por un estilo coloquial y de bajos vuelos, las formulaciones barrocas y exhibicionistas no están bien vistas. Así pues, ¿qué debería hacer un traductor? ¿Debería adoptar un estilo antiguo? ¿O ello resultaría en una parodia de la vitalidad, candor y naturalidad del original? Aunque Jorge de Lima es un poeta del siglo veinte, su variedad de modernismo está pasada de moda y no encaja bien con la poesía que se escribe hoy en día. Hasta donde se me alcanza, con sus poemas no se puede hacer nada.» Y acto seguido echó a andar por la calle hasta esfumarse.


 
IV

Para huir de este parloteo incesante sobre traducción, me fui a acampar solo en el sur de Utah. Estaba a punto de encender la hoguera cuando un hombre desnudo de cintura para arriba salió de la tienda vecina, se incorporó, y comenzó a cortarse las uñas. «Usted no sabe quién soy –dijo–, pero yo sí sé quién es usted.»

«¿Quién es usted?», pregunté.

«Me llamo Bob –dijo–. He pasado los veinte primeros años de mi vida en Pôrto Velho y creo que Manuel Bandeira es el gran poeta desconocido del siglo veinte. Desconocido, claro está, en el mundo de habla inglesa. Quiero traducirle.» Luego entrecerró los ojos. «Enseño portugués en la Universidad del Sur de Utah; el portugués es una lengua muy necesaria ya que pocas personas saben que existe. Esto no le va a gustar, pero la poesía norteamericana contemporánea no me interesa y no veo por qué esta circunstancia debería impedirme traducir poemas. Siempre puedo conseguir que uno de los poetas locales le eche un vistazo a lo que he hecho. Para mí, lo que importa es el significado.»

Aturdido por sus cejas perfiladas y su fino bigote, le respondí en un tono algo injusto: «Ustedes, los profesores de lengua, son todos iguales. Poseen un conocimiento de la lengua original y tal vez cierto conocimiento del inglés, pero eso es todo. Lo más probable es que sus traducciones sean versiones literales sin resonancia ni personalidad poéticas. Ustedes son los primeros en declarar la imposibilidad de traducir, pero menosprecian cualquier intento de reducir esa dificultad.» Y acto seguido guardé mis cosas, deshice la tienda y regresé a Salt Lake City.


 
V

Estaba en la bañera cuando Jorge Luis Borges tropezó con la puerta. «Tenga cuidado, Borges –grité–. El suelo es resbaladizo y usted está ciego.» Luego, mientras me enjabonaba el pecho, le dije: «Borges, ¿alguna vez se ha parado a pensar en lo que supone en una afirmación como ‘Traduzco a Apollinaire al inglés’ o ‘Traduzco a De la Mare al francés’? ¿Es decir, que tomamos la obra fuertemente idiosincrásica de un individuo y la vertemos a una lengua que pertenece a todos y a nadie, un sistema de significados tan general que permite no sólo malentendidos sino que se ponga en duda la posibilidad misma de permitir algo más?»

«Sí», me dijo, con aire resignado.

«¿Entonces no piensa –le dije– que es mejor dejar la traducción de poesía a aquellos poetas que sean dueños de un inglés que ellos mismos se han forjado, y que los profesores de lengua, que se sienten responsables de la lengua no en sus alteraciones sino en su totalidad monolítica, son los peores traductores? ¿No sería mejor concebir la traducción como una transacción entre idiomas individuales, entre, digamos, el italiano de D’Annunzio y el inglés de Auden? Si lo hiciéramos, podríamos acabar con esas discusiones irrelevantes sobre quién ha hecho una traducción correcta y quién no.»

«Sí», dijo. Parecía entusiasmarse.

«Digamos, pues –le dije–, que si la traducción es una suerte de lectura, la asunción o transformación de un idioma personal en otro, ¿no sería posible entonces traducir una obra escrita en la propia lengua de uno? ¿No sería posible traducir a Wordsworth o Shelley a Strand?»

«Descubrirá usted –dijo Borges– que Wordsworth se niega a ser traducido. Es usted quien debe ser traducido, quien debe convertirse, por mucho tiempo que le lleve, en el autor de El Preludio. Esto fue lo que le sucedió a Pierre Menard cuando tradujo a Cervantes. Él no quería componer otro Quijote (lo que sería fácil), sino el Quijote. Su admirable ambición era producir páginas que coincidieran –palabra por palabra y línea por línea– con las de Miguel de Cervantes. El método inicial que concibió era relativamente sencillo: aprender bien el español, abrazar de nuevo la fe católica, guerrear con los moros y los turcos, olvidar la historia europea entre 1602 y 1918, y ser Miguel de Cervantes. Componer el Quijote a comienzos del siglo diecisiete era una empresa razonable y necesaria, tal vez inevitable; a comienzos del veinte era casi imposible.»

«No casi –le dije–, sino totalmente imposible, pues a fin de traducir uno debe dejar de ser.» Cerré los ojos un segundo y me di cuenta de que, si dejaba de ser, nunca podría saberlo. «Borges…» Estaba a punto de decirle que la fuerza de un estilo debía medirse por su resistencia a ser traducido. «Borges…» Pero cuando abrí los ojos, él y el texto al que había sido llamado llegaron a su término.

 
Traducción J. D.