viernes, diciembre 31, 2010

nuevo año

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Los relojes que importan, los que miden el ir y venir de nuestras inquietudes y asombros y afanes más o menos íntimos, sólo avanzan cuando los llevamos puestos y tienen poco que ver con la hora que marcan las manecillas. Pero cada vez estoy más convencido de la importancia de ciertos rituales que nos ayudan a cerrar o pasar ciertas páginas y abrir otras nuevas. Rituales colectivos a los que no viene mal asentir para hacernos la ilusión de que limpiamos la pizarra o el libro de cuentas antes de consignar nuevos asientos. Tal vez algo se filtre, después de todo, a esa intimidad donde todo sucede un poco a distancia del calendario oficial. Una sensación de cumplimiento, o de posible renuevo, o simplemente el alivio del corredor de vallas que ve despejado el camino inmediato antes del siguiente obstáculo.

El libro de la vida también contiene divisiones y subdivisiones, como las líneas que separan las viñetas de una página de cómic. Hoy cruzamos una de esas fronteras. Nos tomaremos un instante de la mano, cerraremos los ojos y pasaremos en un instante, sin movernos, de un lugar a otro. El tiempo nos arrastra en su cinta transportadora. Sirvan estas palabras como trasunto de un guiño cómplice o una inclinación de cabeza antes de pasar al otro lado. Comienza un nuevo año. Me alegra inmensamente verlo arrancar en vuestra compañía.



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lunes, diciembre 27, 2010

leyendo a x

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En nuestra relación con los maestros hay siempre un cupo de temor reverente, pues sacan a la luz todas nuestras carencias. Hay una forma, sin embargo, de hacerles frente o de esquivar su abrazo irrespirable, y es tomar un camino (ese, precisamente) que revele las suyas.
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miércoles, diciembre 22, 2010

d. h. lawrence / poema

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Somos los transmisores

Mientras vivimos somos transmisores de vida.
Y cuando no logramos transmitir vida, la vida
ya no logra fluir a través de nosotros.

Es parte del misterio del sexo, es un flujo que avanza.
Las gentes asexuadas jamás transmiten nada.

Y cuando al trabajar logramos transmitir vida a nuestro trabajo,
la vida, ya más vida, corre a nosotros para compensarnos,
para estar preparada
y ondeamos vivientes a través de los días.

Ya sea una mujer haciendo un pastel de manzana
o un hombre un taburete,
si la vida penetra en el pastel, bueno será el pastel
y bueno el taburete,
contenta estará ella, ondeando de vida fresca,
contento estará él.

Da y te será dado,
ésta es aún la verdad de la vida.
Pero dar vida no es tan fácil.
No significa dispensarla a cualquier necio
ni dejar que los muertos vivientes te devoren.
Significa encender el principio de vida allí donde no estaba,
incluso si es tan sólo en la blancura de un pañuelo recién lavado.

Trad. J. D.


Confieso mi debilidad por los poemas de D. H Lawrence (1885-1930). Sé bien que muchos de ellos están malogrados en parte o del todo por la prisa, la impericia técnica y cierto didactismo del que tiene muy claro lo que quiere decir y no pierde el tiempo en formulismos ni reglas de etiqueta. Fuera de las espléndidas piezas que dedicó a plantas y animales (como ese «Gato montés» que publiqué en esta bitácora hace año y medio), el verso es uno de los medios preferidos por Lawrence para divulgar de manera más o menos explícita su credo vital y literario. Así, por ejemplo, las reflexiones y ortigas epigramáticas que le ocuparon hacia el final de su vida y en las que volcó todo el odio y la ironía furiosa que había acumulado contra el establishment cultural de su país, lleno de reprimidos bienpensantes y críticos con almas de burócrata…

Supongo que es precisamente este sentimiento (intuitivo, casi infantil) de rebeldía el que me hace simpáticos los poemas de Lawrence. Pueden estar mejor o peor hechos técnicamente, pero siempre están vivos, tienen fuerza, rebullen y patalean como niños impacientes. Y nada de lo que dicen sobra, sino que exige ser escuchado y pensado y hasta memorizado como un aviso a navegantes. Así este poema, «We Are Transmitters» («Somos los transmisores»), que pertenece a Pansies (1929), su penúltimo libro publicado en vida, y que traduje (el poema, no el libro) hace como cuatro o cinco años mientras releía Hijos y amantes, una de sus novelas que más me acompañan. No se me ocurre mejor mensaje para estas fiestas, para este nuevo final de año, que esta invitación a «transmitir vida», este llamamiento urgente a dar («Da y te será dado, / ésta es aún la verdad de la vida») que me recuerda una frase de una entrevista a Alberto García-Alix: «Artista es el que da». Según este lema, tenemos el deber de ser un poco artistas en nuestra vida, cuidar de los detalles y volcarnos en cada mínima cosa que hacemos. Todo un señor programa, en efecto, aunque rara vez podamos o sepamos cumplirlo. Supongo, al menos, que basta con tenerlo en cuenta o no perderlo de vista mientras avanzamos por el laberinto de los días. Lawrence lo formula con versos claros y rotundos que hacia el final me recuerdan aquella idea liberadora de William Blake:

No premio al enemigo con gestos generosos. […]
Quien con el enemigo es generoso
promueve sus asuntos, y se vuelve
enemigo y traidor de sus amigos.

Esto es, no basta con dar: también hay que saber a quién se da, dejar fuera del reparto al «enemigo» o al «muerto viviente», como lo llama Lawrence. Aquí no hay buenismos ingenuos ni incitaciones a poner la otra mejilla, sino puro y simple control de fuerzas, que el camino es largo (cada vez más, aunque se acorte) y no conviene malograrlo con gente de poco fiar. Lawrence (y Blake) lo sabían mejor que nadie, precisamente porque eran reos de entusiasmos episódicos que los agitaban en todas direcciones y les llevaban a creer en esto o aquello casi a su pesar. En ambos, la fe en la vida fue siempre más fuerte que el diente de roedor del escepticismo.

En fin, lo dicho. Muy felices fiestas a todos, y que sigamos mucho tiempo al abrigo del árbol de la vida.


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jueves, diciembre 16, 2010

caminos / melquiades álvarez

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Hay oportunidades que no se pueden dejar pasar; son trenes a los que hay que subirse sin dudarlo. Eso es lo que pensé cuando el fundador y director de Ediciones Trea, Álvaro Díaz Huici, me invitó a escribir un texto de acompañamiento a la serie de cincuenta dibujos que el pintor y dibujante Melquiades Álvarez (Gijón, 1958) ha agrupado bajo el título de Caminos. Dibujos que se expondrán a partir del próximo domingo 19 de diciembre en el Museo Evaristo Valle de Gijón y que aparecen de manera simultánea en un hermoso volumen editado con esmero y elegancia por Trea.

No siempre tiene uno la posibilidad de colaborar con grandes artistas, y Melquiades Álvarez lo es: un dibujante impecable, capaz de recoger y condensar una atmósfera con unos pocos trazos de lápiz. Lo digo en mi epílogo: Caminos es el trabajo de un solitario, de un paseante, que tan pronto es capaz, al modo oriental, de fijarse en detalles casi imperceptibles como de recoger la poesía de la provincia, de las afueras, o percibir la cualidad metafísica de ciertos paisajes tocados por la luz y el abandono. Pero este libro es mucho más que el trabajo de un artesano, por diestro y experimentado que sea; es el fruto de una disposición que sólo puedo calificar de espiritual. Grandes palabras, sin duda, pero justas y adecuadas en este caso. La mirada de Melquiades es la de un gran lector, aficionado también a pasear por los libros y subrayar aquellos pasajes que le sorprenden o en los que se reconoce. Estos fragmentos aparecen en Caminos acompañando los dibujos, formando como un relato paralelo que los ilumina y complementa. Y aparecen –esto es importante– escritos en su mano, convertidos ellos mismos en dibujos.

Recuerdo el primer encuentro que tuve con Melquiades, este pasado verano, en el sobrio y tranquilo jardín de su casa en las afueras de Gijón. Una larga tarde de charla en la que fuimos descubriendo afinidades y puntos de contacto, los lugares donde nuestras miradas parecían converger. Acabé yéndome con las últimas luces, ya bien entrado el anochecer, con la sensación de haberme reencontrado con un viejo amigo. Antes de marchar, Melquiades me enseñó con orgullo una zona de su jardín convertida en huerto. Lo bello y lo práctico, o lo utilitario (que era también bello), convivían sin fisuras ni discordias. Así, pensé, podría definirse también su lectura del mundo, su trabajo pictórico. Una forma también de crecer, de aprender, de dejar que el trato con el mundo nos complete y afine, nos haga más sabios.

Si queréis más información sobre Caminos, podéis pulsar sobre las imágenes de esta entrada o ir a la página de Trea,
aquí. Por cierto, que el poeta y crítico Juan Carlos Gea (responsable de la bitácora de arte Materia parva) ha publicado hoy una lúcida y pertinente reseña de esta obra en el suplemento cultural de La Nueva España..
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domingo, diciembre 12, 2010

el gato de ted hughes

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Ted Hughes (1930-1998) fue el primer poeta cuyo trabajo intenté traducir, y quizá por ello es el poeta que menos he traducido, o que más me hace dudar al hacerlo. Es cierto que traduje Cuervo hace como quince años, pero Cuervo es una excepción en su obra, un libro en el que las marcas habituales de su estilo (el lenguaje brusco, violento, la aliteración, el uso de palabras compuestas, de vocales oscuras y consonantes explosivas, la fascinación por los animales…) pasan a un extraño y momentáneo segundo plano. Traduje «El gato de Esther» («Esther’s Tomcat», de su segundo libro, Lupercal, editado en 1960) hace casi veinte años, en 1991, pero nunca quedé contento con la versión; volví a ella a finales de la misma década, pero el resultado fue el mismo. Lo cual demuestra, supongo, que cada trabajo tiene su momento, que los textos encuentran su enunciación final cuando quieren o les resulta conveniente.

«Esther’s Tomcat»
es uno de los poemas más célebres y apreciados del primer Ted Hughes. Solía estudiarse en los colegios (como prueba el enlace donde aparece el texto original) y aparece en casi todas las antologías de poesía inglesa contemporánea. Un ejemplo transparente del buen hacer del poeta, capaz de convertir una mascota en una bestia mítica, surgida de los fondos de la historia. Un poema construido a la perfección, en rígidas estrofas que ascienden, peldaño a peldaño, hacia el oscuro escenario de unos tejados de ciudad.



El gato de Esther

Día tras día el gato yace sobre su vientre
como un felpudo viejo, sin ojos y sin boca.
Interminables guerras y esposas son lo que
rasgaron sus orejas e hirieron su cabeza.

Como un montón de hierro y viejas cuerdas
dormita hasta la noche azul. Luego sus ojos,
verdes gemas, regresan. Bosteza largo, rojo,
y las finas agujas de sus colmillos brillan.

Un gato sorprendió una vez a un jinete
y deslizó en su cuello una soga de garfios
mientras el caballero luchaba por su vida.
Muchos siglos después la mancha sigue ahí,

en la piedra donde cayó abatido:
tuvo lugar en Barnborough. El gato sigue aún
destripando en secreto al perro ocasional,
arrancando cabezas de pollo de un mordisco.

Imposible matarlo. De la furia del perro,
del tiro de escopeta a bocajarro, el gato
saca intacta su piel, la saca entera
de sus noches de cópula entre contenedores

bajo lunas solemnes. Salta, y con ligereza
camina sobre el sueño, su cabeza en la luna.
Noche tras noche, sobre la esfera de los hombres,
por los tejados van sus ojos y protesta.


Trad. J. D.
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domingo, diciembre 05, 2010

william carlos williams / 2 poemas

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la carretilla roja

tanto depende
de una

carretilla
roja

laqueada de
gotas de lluvia

junto a las gallinas
blancas



esto es sólo para decirte

Me he comido
las ciruelas
que había en
la nevera

y que
seguramente
guardabas
para el desayuno

Perdóname
estaban deliciosas
tan dulces
y tan frías



Trad. J. D.

jueves, diciembre 02, 2010

demolition man

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Desde el pasado lunes las máquinas se dedican a echar abajo el viejo edificio de la estación de autobuses. Todos los días, al salir de casa, me sorprende el olor acre y metálico del aire, la humedad oscura, como de fosa enmohecida, de las nubes de polvo que sortean la manguera del operario. Hoy, cuarta jornada de los trabajos de demolición, sólo queda la fachada oeste con sus despachos y pasillos correspondientes: una muralla a medio hacer sobre una pequeña sierra de cascotes, amasijos de hierro y cristales rotos.


Redescubro mi fascinación por las ruinas modernas, aunque la fealdad del edificio original, un poliedro mostrenco en el peor estilo de la arquitectura oficialista de la posguerra, rebaja un poco mi entusiasmo. Hace poco, en Gijón, me pasé casi una hora contemplando la demolición de un edificio de El Muro. Lo mejor era observar, abiertos por un corte transversal y se diría que sujetos por hilos invisibles, los cuartos y dormitorios donde aún quedaba una silla o un cuadro mal colgado: el lugar de la intimidad expuesto a la mirada de los curiosos. La pala, como una mano encorvada y afanosa, iba empujando los muros hacia dentro, rompiendo el canto superior de las fachadas con infinita delicadeza, hundiéndose en la pasta quebradiza de los cascotes. La destrucción, además de cautela, exige una paciencia a prueba de rodeos.

Una casa o un edificio son formas de acrecentar el espacio, de dar forma al aire y hacerlo más holgado. Lo que siempre me intriga, al ver el hueco de un edificio demolido, es lo pequeño que era en realidad, lo poco que ocupaba. Lo plegado era más de lo que ahora, caído, se amontona sin orden. La forma no sólo hace habitable la materia: la amplía, la engrandece por dentro, cava en ella más espacio. En cierto modo, nuestros bloques de apartamentos son como diques contra el aire: prolongan la tierra y abren nichos en ella.

Esta mañana los muros de la antigua estación mostraban su interior cariado: una gruesa lámina de hierro, ladrillos y cemento de mala calidad envuelta en una funda de piedra tiznada. Todo el hollín acumulado a lo largo de medio siglo se ha desprendido del edificio y flota invisible en un radio de dos manzanas. El tiempo exhala su aliento de calavera sobre nosotros.


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martes, noviembre 30, 2010

sintaxis asfalto

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Hace unos días se presentó en Zaragoza el nuevo libro del poeta chileno (aunque afincado en aquella ciudad) Julio Espinosa Guerra. Continuación de su espléndido NN (libro que conoció dos versiones, en Chile y en España), sintaxis asfalto (Ediciones Olifante, 2010), que así se llama su nuevo trabajo, es un poco el testimonio poético de sus constantes viajes entre Zaragoza y Madrid, su lectura (y traducción simbólica) del árido paisaje que ha frecuentado tras las ventanillas del autobús. Es mucho más, por supuesto, pero es evidente que el punto de partida es un viajero solitario que mira y piensa y se mete en el interior de las horas mientras va de una ciudad a otra.

Julio ha tenido la gentileza y la generosidad de pedirme unas palabras para la solapa de su libro (siempre es un placer acompañar a los amigos en sus aventuras editoriales) y este es el resultado. Copio también tres breves poemas del conjunto que definen a la perfección su tono, su abanico de búsquedas y hallazgos. No os lo perdáis: es un libro que ha madurado mucho tiempo en manos de su autor, un libro escrito y corregido hasta que cada fragmento encontrara su forma y su lugar idóneo en la serie. Si os gusta las atmóferas de road movie, tenéis una cita inexcusable con él.



Viajar no es sólo desplazarse de punto a punto, salvar una distancia. Es salirse del tiempo lineal, entrar en un espacio transitorio donde las viejas cotas, las lindes familiares, pierden su validez por unas horas. Todo es provisional, todo queda en suspenso o se vuelve materia de deseo, de planes que la mente bosqueja para ser con más fuerza ella misma. Entretener la espera, apurar la botella de la resignación, mirar por la ventana un paisaje a la vez distante y familiar, inerte y elocuente.

En sintaxis asfalto, Julio Espinosa Guerra nos da algo semejante a una épica (feroz y fragmentaria) de los viajes domésticos, un himno taciturno que anota cuanto ve, cuanto medita, cuanto imagina, y lo reúne en finas astillas de palabras que son como dibujos en ventanillas polvorientas: cables, pájaros, ramas, llanuras de cemento, charcos y amaneceres, el ruido del motor y la belleza exhausta del desmonte… Como el viajero que observa su reflejo sobre el telón de fondo del paisaje, así el yo se descubre a sí mismo al descubrir la tapa de lo real, del mundo inalcanzable que fluye por sus ojos. Estos poemas se presentan ante nosotros como naipes de una baraja desordenada, a la espera de un orden que sería también, como bien dice el título, una nueva sintaxis. Se cumple de este modo uno de los propósitos del viaje: ponerse al día con la propia vida, concebir la ilusión de un recomienzo.



de sintaxis asfalto

4

Y de pronto
el campo
tierra
surco
trigo
Signos transparentes
abiertos al ojo
Un cascarón que se rompe
sin polígonos
ni ciudad
¿ni ciudad?
Cables de alta tensión
Líneas caligráficas
cercenando el vuelo


5

En medio de la nada
que es el todo
sin cemento
un campo de amarillo
Bulldozer desguazados
a la orilla de la vía
Grafía oxidada
Virus
del paisaje


31

Cables eléctricos
Y pájaros como signos
escribiendo con sus cuerpos
lo real

lunes, noviembre 29, 2010

paul muldoon / brownlee

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Por qué Brownlee se fue

Por qué Brownlee se fue, y adónde,
sigue siendo un misterio.
Pues si alguien debía estar contento
era él: un acre de patatas,
dos de cebada, cuatro bueyes,
una lechera, un techo de pizarra.
Fue visto por última vez
yendo a arar muy temprano
una mañana radiante de marzo.

Al mediodía Brownlee ya era famoso;
todo lo suyo estaba desatendido, el último
surco aún por abrir, su par de pencos
negros, como marido y mujer,
desplazando su peso de unas patas
a otras, y oteando el futuro.


Más Irlanda. Cuando llegué a Sheffield en septiembre de 1992, una de las primeras cosas que hice fue asistir como oyente a las conferencias (las célebres lectures universitarias) sobre poesía británica contemporánea que Matthew Campbell, entonces un joven profesor de greñas rojizas, daba en los sótanos de la Torre de las Artes. Aulas oscuras con amplios graderíos que se llenaban en pocos minutos para escuchar genuinos tour de force expositivos llenos de conocimiento de causa, ironía y lucidez. Campbell (que formó parte, tres años y medio más tarde, del tribunal de mi tesina sobre Peter Redgrove) estaba particularmente interesado en la poesía irlandesa, y uno de los primeros poemas que leyó y comentó con su habitual brillantez fue esta breve pieza de Paul Muldoon (1951), «Why Brownlee Left», de su libro homónimo publicado en 1980. Recuerdo que lo recitó con una mueca feroz y se centró especialmente en los primeros versos: ese tal Brownlee que, al parecer, debía estar contento o satisfecho por tener nada menos que «un acre de patatas, / dos de cebada, cuatro bueyes, / una lechera, un techo de pizarra». ¿Cómo es que alguien podía despreciar un tesoro semejante? La ironía de Muldoon, aquí, asoma su sonrisa traviesa para dar paso, al final de la segunda estrofa, a una imagen al mismo tiempo doméstica y misteriosa, inquietante y ligeramente humorística.

«Why Brownlee Left» es uno de sus poemas más estudiados y antologados (uno se lo encuentra, de hecho, en incontables páginas de la Red), pero es también, a pesar de su aparente sencillez, un poema muy difícil de traducir. O al menos lo ha sido para mí, pues sólo después de muchos años y varias sentadas he dado con una formulación más o menos aceptable. Tiene una dicción muy suelta, con toques de sorna irónica y distante, pero al mismo tiempo consigue que entendamos a la perfección (y sin decirlo a las claras) el por qué del título. Aunque parece una pieza menor, y quizá lo es, tiene algo de puerta de entrada a la obra, francamente difícil y exigente, de Muldoon. Una obra que en libros posteriores se llena de juegos de palabras, de chistes poco menos que privados, de rimas intelectualmente rebuscadas y complejas estructuras estróficas. De todos los poetas contemporáneos de habla inglesa, sospecho que Muldoon es ahora el más difícil de traducir.

El original, por cierto, aquí.


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sábado, noviembre 27, 2010

fallon / abedules

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Leyendo el último número de la revista Poetry Nation Review, me encuentro con un breve poema, casi un apunte, del irlandés Peter Fallon (1951), poeta, traductor y fundador de la legendaria editorial The Gallery Press. Cuatro versos que tienen algo de haikú y mucho de greguería y en los que percibo, vaga o tenuemente, un eco del calor del verano. Los traduzco y los copio aquí, con la esperanza de que nos protejan un poco de estos primeros compases heladores del invierno.
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Abedules

Sombras y más sombras
cruzan el camino;
una hilera de abedules:
código de barras.


Trad. J. D.

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miércoles, noviembre 24, 2010

tres

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Una ciudad de gentes que cada mañana ignora en qué idioma va a hablar. Se turnan para ser los primeros.

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Sólo perdiendo el tiempo se encontraba a sí mismo.

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Algo como un espejo, pero que reflejara tan sólo nuestro
olor.
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martes, noviembre 23, 2010

invernal

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Ahora que el invierno está próximo, el cuerpo rehúye las calles pero la mente las busca con alivio, feliz de haber dejado atrás el embotamiento del verano. Las ideas se estiran y prosperan, el sol no las oprime, hay como una amplitud en el aire que resiste incluso a las contracciones del frío. Más todavía si el cielo, como ayer a media tarde, aparece despejado: un azul denso, impenetrable, reverso del negro casi gótico que vino a sucederle. Cuerpo y mente prefieren estaciones distintas, sí. Y uno debe aprovechar la fuerza que le es dada, venga de donde venga. El invierno es para él, desde hace mucho, el espacio para el juego del pensamiento.
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sábado, noviembre 20, 2010

taller del hechicero

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Si yo fuera fotógrafo, creo que uno de mis primeros proyectos sería retratar chapisterías o talleres de reparación de coches. De hecho, me extraña que no sea un asunto más frecuente, salvo en viejas imágenes algo hopperianas de pueblos norteamericanos donde los letreros de Exxon o de Mobil tienen la fuerza icónica de una bandera. En nuestras ciudades, al menos, son de los pocos espacios urbanos donde todavía quedan restos de una tecnología primitiva, de ruedas y discos y engranajes mecánicos que se conciertan con resultados más o menos tangibles. Es el reino de un trabajo manual que ya no puede servirse de materiales nobles (madera, tela, piedras preciosas o de cantería) pero que tampoco ha ascendido a ese otro estadio donde la electrónica permite una distancia higiénica entre el músculo y el objeto dañado. Es inevitable mancharse las manos y la cara, asomar los ojos entre marañas de tubos y cables y manchas de aceite. Y luego están los garajes, esos bajos de edificios abiertos en su interior como vientres de ballena tiznados de hollín, con forjados de uralita y tragaluces vidriosos que no dan a ningún sitio, en los que siempre hay una pequeña oficina mal ventilada donde el calendario hace las veces de altar. Son espacios fascinantes, madrigueras de topo en medio del paisaje saneado de la ciudad moderna. Lo más curioso es que a ellos confiamos la reparación de nuestros coches, como si siguiéramos obedeciendo a la vieja superstición de que un objeto precioso sólo puede ser restaurado por una intervención excepcional, como si no pudiéramos vivir -al menos en apariencia- sin la diligencia de magos o curanderos de saberes esotéricos. El paso del coche por el taller tiene algo de rito de iniciación: hay que entrar en lo oscuro para borrar la mancha o la dolencia y salir como nuevo al otro lado. Y ellos, los mecánicos, son los oficiantes inescrutables y algo displicentes de este rito. Retratarlos en sus garajes urbanos seria, imagino, como documentar el final de los últimos mohicanos, con ese aire de tribu irreductible que se niega a trasladarse a la reserva normalizada de los concesionarios.
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jueves, noviembre 18, 2010

tijeras de sombra

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Iba andando de noche por el paseo del estanque, siguiendo la hilera de farolas anaranjadas que separa el camino de asfalto de los setos y los pequeños recuadros de césped arbolado. Cada vez que dejaba atrás una farola, mi sombra enflaquecía y me adelantaba con rapidez hasta desvanecerse, pero justo entonces, al acercarme a la siguiente farola, una sombra compacta, negrísima, se formaba detrás de mí y empezaba a crecer y aclararse y ponerse a mi altura. Y así sucesivamente: sombras que no dejaban de crecer a mi espalda y de rebasarme luego velozmente hasta borrarse en el asfalto. Como si estuviera enviando emisarios en misión de reconocimiento que caían abatidos tan pronto alcanzaban un misterioso límite invisible, o como si mis sombras quisieran protegerme y les pudiera siempre la urgencia, el deseo de abrir camino a toda costa. El juego de adelantamientos y desapariciones tenía cierta gracia rítmica, como la oscilación de un émbolo o los tijeretazos de una mano avisada. Un juego, sí. Una forma de hacer más habitable el camino de vuelta a casa; de hacer a un lado cansancio y ansiedad. Pensé, por un instante, que andaba por un claro abierto por mis sombras. Algo así como un buen poema: un centro de claridad bajo palabras oscuras.
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martes, noviembre 16, 2010

explicaciones

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Me escriben algunos amigos, extrañados (quizá preocupados) de que no haya actualizado la bitácora desde hace más de diez días. Miro las entradas del año pasado por estas mismas fechas y veo que hay un vacío similar: es tan sólo que la carga de trabajo se espesa hacia la mitad de trimestre y termina formando una madeja impenetrable, por la que sólo se puede avanzar a machetazos, con golpes secos y rotundos. Esta es temporada de muchas exposiciones y a mí me toca sacar adelante los catálogos con toda su cohorte de proyectos laterales. Un trabajo apasionante, desde luego, pero difícil de compaginar con otras inquietudes. Así que nada grave: tan sólo el ritmo habitual de estas fechas imponiendo su pesado lastre.

No son tan sólo los catálogos, sin embargo. Por alguna razón, este trimestre se me ha ido (es un decir) escribiendo varios textos críticos que irán viendo la luz a lo largo de las próximas semanas y meses: el prólogo de una antología de la poesía del escocés John Burnside que Pre-Textos publicará el año que viene; un epílogo a la edición bilingüe que Julio Mas Alcaraz ha realizado del segundo libro de John Ashbery, El juramento de la pista de frontón, de inminente aparición en Calambur Editorial (he colgado la portada -espléndida, obra como siempre del editor Emilio Torné- en la columna de la izquierda); un texto de acompañamiento para una memorable edición de los dibujos y carboncillos del pintor asturiano Melquiades Álvarez, Caminos, que Ediciones Trea acaba de enviar a la imprenta; y otro texto para mi buen amigo Eduardo Scala, cuya serie Visualabrev aparecerá en forma de libro a finales de este año (en La Oficina, la editorial que acogió Lost City). Muchas cosas, por tanto, más alguna conferencia, un par de textos de contraportada, la presentación del libro de Mercedes Roffé… Todo esto lo voy anotando, más que nada, para ir anunciando algunos de los libros cuyas portadas iré colgando en el margen izquierdo de la bitácora. Se trata, en todos los casos, de proyectos muy cercanos y francamente hermosos, pero tanta prosa crítica ha hecho que dejara a un lado esta página, las anotaciones cotidianas, hasta los aforismos que de vez en cuando solían aparecer como en sueños.

Por suerte, tengo amigos que creen en mi trabajo más que yo mismo. Poetas que no dejan de asombrarme por su fe en la poesía y su talento para iluminar la vida de sus prójimos. Uno de ellos es mi buen Elías Moro, quien ha decidido (él sabrá por qué) ir colgando en su
bitácora las entradas de Bestiario del nómada, un libro que escribí en dos tiempos, en 1995 y 2001 (es decir, hace una eternidad), y que es un diccionario de seres imaginarios y vagamente alegóricos. El otro es Óscar Curieses, que ha recogido algunas de mis «Iluminaciones» junto con otros textos de mis admirados Eduardo Moga y María Salgado en su bitácora Dentro. Mil gracias a los dos por su generosidad y su cercanía cómplice. Así, creo que ya lo he dicho antes aquí, todo es más fácil. Mira uno al frente con más optimismo, más esperanza.
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PS. No os perdáis, por cierto, los poemas de Derek Walcott que hemos publicado en Las razones del aviador...
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jueves, noviembre 04, 2010

la ciudad consciente / reseña

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Días de mucho trabajo, de nervios y plazos de imprenta que se nos echan encima sin apenas darnos cuenta. En tales circunstancias ha sido muy difícil tener actualizada esta bitácora, disponer de las horas y la tranquilidad necesarias para escribir o revisar lo escrito. Hoy, sin embargo, una buena noticia. El poeta y crítico asturiano Luis Muñiz ha tenido la gentileza, la generosidad, de escribir una atenta y muy detallada reseña de mi libro La ciudad consciente (Vaso Roto, 2010), que vio la luz a finales del pasado mes de junio. La primera reseña, y me temo que la última. Ya se sabe que el ensayismo literario... La leo, no obstante, con cierta incredulidad. ¿Puede uno imaginarse esta reseña publicada en algún suplemento literario madrileño? A esto hemos llegado, supongo, a convertir los mal llamados suplementos de los grandes diarios en listados de fichas técnicas y solapas descriptivas.

&

La ciudad de los poetas.
Jordi Doce reúne sus ensayos sobre Eliot y Auden


La Nueva España, Culturas, 4 de noviembre 2010

El poeta, traductor y crítico literario Jordi Doce (Gijón, 1967) reúne en La ciudad consciente todos sus ensayos sobre T. S. Eliot y W. H. Auden, dos autores a los que ha vertido al español con enorme acierto (formidables son, por ejemplo, sus trabajos sobre «Burnt Norton» o «Marina», del primero, y «Calibán al público» o «España», del segundo). Doce es uno de los mejores traductores de poesía en lengua inglesa con los que cuenta ahora mismo nuestro país, pero, si bien sus versiones de Auden (Los señores del límite, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2007) llegaron a ocupar espacio en las librerías, no ocurrió otro tanto con las de Eliot, pues la antología de éste que él y Juan Malpartida prepararon en 2001 para Círculo de Lectores no fue distribuida más que entre los socios del club por un problema con los derechos de autor. Una lástima, porque todas las traducciones incluidas en ese volumen tienen gran interés, empezando por la de Cuatro cuartetos de Doce y la de «La canción de amor de J. Alfred Prufrock» de Malpartida.

Precisamente dos de los ensayos que contiene La ciudad consciente son los prólogos que el gijonés escribió para introducir sus versiones de ambos po
etas, cuya obra, según afirma en el prefacio del libro, «señala un momento de transición en el desarrollo de la poesía moderna en lengua inglesa. Un momento –prosigue– que cabría definir como el epílogo del legado simbolista y el preludio de otra edad, en la que aún estamos, caracterizada por la incertidumbre sobre el rumbo a seguir». Como lector, Doce considera la postura de Auden «más sensata o provechosa a estas alturas de la partida», pero admite que la poesía de Eliot es «una cima de perfección estética que ningún poema de Auden está cerca de emular». Sin embargo, rompe una lanza por el segundo al reconocer que su trabajo «da carta de naturaleza al poeta como ciudadano burgués maniatado por las contradicciones de su condición», que es justo el lugar más alejado del «púlpito de superioridad solitaria» desde el que lanzaron sus prédicas Eliot, Yeats, Valéry o Juan Ramón Jiménez; una tribuna que «nuestro tiempo, teñido de ironía y descreencia», ya no permite levantar.


Eliot y Auden, poetas modernos, tienen como nexo la ciudad, aunque, por más que ambos sigan a Baudelaire, difieren en el tratamiento que conceden al tema. Para el primero, sobre todo en su obra inicial, la ciudad no es un escenario, sino el otro protagonista del poema, que agrede al flâneur en sus paseos y sacude al insomne en sus vigilias; un personaje al que, de acuerdo con los dictados del simbolismo finisecular, pero también de conformidad con su exigente fe puritana, condena por «su materialidad grosera» y porque es «el espacio de la caída». Más adelante, en Cuatro cuartetos, ya definitivamente embarcado en su proyecto de recuperación del dogma religioso, le otorgará «de manera invariable rango infernal o de pesadilla».

En cambio, Auden («tal vez nuestro primer poeta posmoderno») no ve en la ciudad sino el ámbito donde se desarrolla la vida cotidia
na, y su presencia, explica Doce con sumo tino, «se traduce en la irrupción de la prosa en el poema», algo que en su día ya percibió con claridad Jaime Gil de Biedma, quizá su primer valedor entre nosotros. En su obra, como expone el gijonés, la poesía se contamina «de datos circunstanciales y epocales, reinventándose como enunciado de un sujeto consciente afincado en un lugar y un tiempo muy concretos». Y esto es así porque, para él (como luego lo será para John Ashbery), la ciudad también es el centro emisor de la jerga periodística y el territorio de la vulgar reflexión a la que se entregan los urbanitas en sus tiempos muertos. Sin embargo, esta reivindicación de lo apoético que Auden inaugura, esta propuesta democratizadora que reacciona contra la voz absolutista de los herederos del simbolismo (Eliot entre ellos), no estaría completa si antes el autor no hubiera quedado marcado por lo que Doce llama «el estigma del poeta moderno», que es, al mismo tiempo, «la fuente de su poder»: la voluntad de creer cuando creer es una actividad que «el escepticismo y la duda» sabotean sin descanso; voluntad que es una maldición para quienes, como dejó escrito en «Monumento a la Ciudad», «fieles sin fe, murieron por la Ciudad Consciente».


De esas dudas está llena la poesía de Auden; de dudas y, a veces, de contradicciones tan visibles que el autor se sintió impelido a corregirlas. Quizá la más famosa sea la que afecta a su poema «España», compuesto en 1937 al calor de su viaje a nuestro país. En plena contienda bélica, el poeta cede al entusiasmo revolucionario con el que hasta entonces sólo había coqueteado intelectualmente y se granjea críticas muy severas con el verso: «La aceptación consciente de culpa ante el asesinato necesario». Tres años después, incómodo con los reproches, trueca su última parte en el impreciso sintagma «el hecho del crimen». Finalmente, en la edición de su poesía reunida publicada en 1966, lo excluye con el argumento de que es un poema «deshonesto», aunque, para probar esa deshonestidad, no cita el verso en cuestión, sino las dos líneas finales: «La Historia a los vencidos / puede ofrecer su pena pero no ayuda ni perdón». Y razona: «Decir esto es equiparar bondad y éxito. Haber sostenido esta doctrina perversa ya habría sido bastante siniestro, pero haberla puesto por escrito sólo porque me sonaba retóricamente eficaz resulta imperdonable».

Otro ejemplo de esta pulsión correctora es el verso de «1 de septiembre de 1939» que reza «debemos amar al prójimo o morir», luego transmutado en «debemos amar al prójimo y morir». Doce dedica a este largo poema, que Auden también decidió dejar fuera de su poesía reunida, gran parte de su último ensayo, «El poeta en la ciudad», quizá el más valioso del conjunto. Como nos recuerda el crítico asturiano, la pieza (y, en concreto, sus dos versos iniciales: «Estoy sentado en uno de los antros / de la calle Cincuenta y dos») suele ponerse como ejemplo de la superación de la concepción vática que instauraron los románticos y que, con todos los matices que se quiera, llega hasta Eliot. Joseph Brodsky, entre otros, ha intentado probar que en este poema Auden se transforma en una suerte de informador con veleidades de moralista, alguien que puede plasmar los temores de una época poniéndose a la altura de quien los padece. Sin embargo, si es así, lo hace sin acabar de decidir qué papel le gusta más: si el del cronista en pugna con el oráculo del vate o el del «legislador no reconocido» del mundo que propugnaba Shelley. De esa indefinición, de ese no saber si bajarse o no del púlpito, Doce extrae una idea iluminadora: Auden no está rompiendo con el linaje alto romántico, lo está adecuando «a las nuevas circunstancias imperantes», aunque sea a través de una disfunción en la que cabe ver la consecuencia de una nueva contradicción: aquélla en la que sume al poeta el desdén de la misma sociedad a la que intenta acercarse.

Luis Muñiz
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jueves, octubre 28, 2010

yeats en coole

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Los cisnes salvajes de Coole

Los árboles ostentan su belleza otoñal,
los senderos del bosque se han secado,
bajo el atardecer de octubre el agua
refleja un cielo inmóvil;
sobre el agua vibrante, entre las piedras,
cincuenta y nueve cisnes.

Y diecinueve otoños han pasado
desde que los conté la primera vez;
antes de que pudiera hacerlo,
les vi de pronto alzar el vuelo
y dispersarse en grandes anillos rotos
sobre sus alas bulliciosas.

He contemplado a estos seres radiantes
y ahora me duele el corazón.
Todo ha cambiado desde que oyera, aquel ocaso,
por vez primera en esta orilla,
el golpe de sus alas sobre mi frente
y los pies me llevaran con paso más ligero.

Siempre incansables, amante con amante,
discurren por las frías
corrientes amistosas o ascienden por el aire;
sus corazones no han envejecido;
conquistas o pasión, por donde vayan,
no dejan de escoltarles.

Ahora surcan el agua inmóvil,
misteriosos y bellos;
¿en qué juncos harán su casa,
a la orilla de qué estanque o laguna
deleitarán los ojos de los hombres
cuando despierte un día y vea que han partido?


Trad. J. D.

El original, aquí.

domingo, octubre 24, 2010

ritos de paso

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Aquí todo sucede como en sueños. Incluso cuando nadie alberga dudas sobre la solidez o la calidad de la existencia, siempre hay alguien -un muchacho que hasta hace poco era la viva imagen de la salud, o una niña que aparta la cara detrás de un flequillo excesivo- que dibuja la primera grieta en el aire. Si no me crees, inspecciona los garabatos en las ventanillas polvorientas de los autobuses, el ajedrez hipnótico de la retina en los techos agrietados. Son los primeros en volver a casa y saludar al piano vertical del pasillo. Se despiertan bailando con el azogue del espejo. Saben entrar y salir sin ser vistos, del brazo de su sombra. La mañana reluce como de costumbre sobre el parking del supermercado, pero dos cuerpos furtivos ya encontraron el modo de ignorarla. Fumando a escondidas, o meciendo su desdén sobre el brillo metálico de los coches mal aparcados. La música es el alma de esta fiesta. La música es el cuerpo del delito. Si no me crees, advierte el parentesco entre la grava y el tabaco, la cópula del tiempo con las grúas. Unos labios resecos deletrean la cadencia del cielo y todo vuelve a repetirse, como en sueños. Así fue la primera vez: libertad y frío, el rumor de la calle abrochando el silencio, volver o no volver junto al sedal estéril de un cigarrillo. Iban hacia la fuente de la vida, pero el trayecto fueron colmenas de abejas filosóficas, zumbidos castradores. Iban en fila, bien ordenados, pero la multitud los dispersó y ahora vagan por las afueras. Charcos donde abrevan neumáticos rotos, jardines con mangueras descuidadas que simulan los pliegues de la mente. Nada de lo que ocurre es un sueño, aunque lo parezca.
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martes, octubre 19, 2010

mercedes roffé / las linternas flotantes

Hace pocos días tuve el privilegio de acompañar a Ernesto García López en la presentación madrileña de Las linternas flotantes, el nuevo libro de la poeta argentina Mercedes Roffé (Buenos Aires, 1954). Fue una ocasión muy grata, que me permitió, además de escuchar algunos poemas del libro en la cálida voz de su autora, saludar a un buen puñado de amigos. Éstas son las palabras que pronuncié entonces, como breve testimonio de una lectura que (sobra decirlo) aún no se ha cerrado.

Mercedes Roffé, Las linternas flotantes, Buenos Aires, Bajo la luna, 2009, 68 pp.

Recuerdo el impacto que me produjo, hace ya algunos años, la lectura del comentario que Moisés Mori dedicaba a La perseverancia del desaparecido (1988), del poeta Miguel Suárez. Aquella lectura comenzaba con inteligencia −también con gran astucia− por el final, abriendo el libro por el poema de cierre y leyendo el conjunto a la luz retrospectiva de sus versos. Me pareció un modo sugerente de leer, no sólo aquel poemario, sino cualquier otro, en la medida en que un libro de poemas no se cierra jamás ni responde de forma tajante a nada; sólo ofrece, a lo sumo, un delta, una embocadura por la que entrar y subir río arriba hasta las fuentes, el magma emocional que brota y cobra forma al brotar, poblándose de contenidos intelectivos y lingüísticos. En realidad, un libro de poemas, hasta el más estructurado, se puede abrir por cualquier página, pero a menudo hacerlo por la última es un modo de reaccionar a la ansiedad estructural del autor, desarmar su afán de dejarlo todo atado y bien atado. Si el poema final suele ser una forma sutil de echarnos de la casa del libro, entrar por esa puerta nos concede una perspectiva oblicua, inédita, capaz de hacernos entrever en sus frutos, en la huella que ha dejado impresa, el impulso primero de la escritura.

He recordado la estrategia de Moisés Mori porque, leyendo este nuevo libro de Mercedes Roffé, Las linternas flotantes, he encontrado también un final que es un comienzo. Un comienzo explícito, de hecho, que remeda el de los libros sagrados de nuestra tradición cultural: «En el origen fue el Bien. / Y de él, todas las cosas». Así podría comenzar el libro; sin embargo, así se cierra, con un breve epílogo que contiene igualmente una obstinada súplica amorosa, una petición de afecto que quiere escuchar «mil veces al día / que me quieres». Vale la pena tener en mente esta simple declaración en toda su persuasiva crudeza, porque es el punto final o destino de un viaje que nos lleva de lo global, de lo colectivo desplegado en los ejes sincrónico y diacrónico, a lo personal, lo afectivo, el diálogo íntimo con los otros y el otro, y finalmente al vislumbre de aquello que nos constituye, la raíz del ser o su conciencia. Un viaje que empieza con un oxímoron o algo que se le parece mucho («Dormir con los ojos abiertos, bien abiertos / Dormir alerta»), con infinitivos estáticos, de naturaleza impersonal, y que termina con una declaración de raíz inequívocamente personal, urgente, a la vez expresiva y apelativa: «Dime que me quieres».

Descontando este epílogo, Las linternas flotantes consta de veinte secciones o cantos de diversa extensión que responden, de manera evidente, a una ambición de totalidad. Se trata, como bien ha dicho Ernesto García López, de un libro-poema, de un largo poema que se despliega en movimientos y que parte, en el primero de ellos −uno de los más determinantes−, de una aceptación, lúcida pero no resignada, de los opuestos que gobiernan la existencia: día-noche, bien-mal, vida-muerte, pleno-vacío, visión-ceguera… Maniqueísmo, sí, pero como punto de partida para el viaje de una conciencia que trata de reunir, eliotianamente, los fragmentos dispersos y contrarios a fin de darles un sentido. Y no sólo sentido, sino un uso en el sentido filosófico del término: quiero decir, algo que nos ayude a vivir, que sea herramienta de vida y nos haga más sabios, más felices. Se trata de un viaje incierto, donde a menudo se pierde pie o se encuentra uno con indicios embusteros que lo apartan del camino. La propia autora confiesa hacia el primer tercio del libro:

¿Por qué caminos vamos
si hay camino
--tiempo herido en su costado?
¿Hay antes y después?
¿Sendero hay?

Este carácter incierto del avance se inscribe en la forma misma del poema, lleno de preguntas, de negaciones, de aparentes contradicciones que se resuelven en súbitos aforismos que nada resuelven. O mejor dicho: que nada demuestran. Que sólo muestran, afirmando con rotundidad verbal lo que, por lo demás, tampoco podrían argumentar por la vía de la lógica. Entretanto, sobre todo en los cantos inaugurales, se oyen ecos abundantes de tradición de la mística negativa o del Eclesiastés, también del eco mismo que estas voces dejaron en el Eliot de Cuatro Cuartetos, por ejemplo, o en la sequedad astillada con que Jerome Rothenberg retoma la tradición de la primitiva poesía oral:

Suspensión del sentido para ver lo pleno
Suspensión del sentido para oír lo pleno
Suspensión del sentido para oler y tocar […]
Suspensión del sentido para sentir lo pleno
Suspensión de todos los sentidos para el sentido pleno […]

Las aporías recorren este poema-libro en todos sus planos, del sintáctico al morfológico, creando neologismos y palabras compuestas (vórtice-tiempo, sangre-alma, ángel-lechuza, velos-vendas, Fórmula-madre, Vasija-cofre, Luz estético-ética…) que, además de intentar corregir la propia visión maniquea de la que parten, son ejemplos extremos de un decir austero, abocado a lo mínimo, que sin embargo es capaz de fluir ágilmente, desplegarse en un discurso de ritmo y cadencia eficaces gracias al uso de anáforas, oxímoros, negaciones que afirman y asertos que niegan, dibujando así un ámbito plural de referencias que trata –ya se ha dicho– de asumir la totalidad, comprenderla en su riqueza inagotable. Se trata, en última instancia, de encarar a la existencia sin disimulos, de mirarla a los ojos en lo que tiene de bondad y maldad, conceptos que la autora emplea sin ironía como apoyo para el salto de trampolín del discurso: «Moremos / en el seno de la noche / en el fétido seno del mal // contra el mal». Dicho de otro modo –como quiere una larga tradición humana de ritos iniciáticos–, es preciso afrontar los propios miedos, los ángulos ciegos o viles de uno mismo, a fin de superarlos. Aquí el yo toma responsabilidad por el colectivo, rinde cuentas por la maldad del colectivo a que pertenece, y trata de expiar el cúmulo de infamias que impregnan nuestro presente. Lo que viene a decir Roffé, me parece, es que no es posible sentirse ajeno a ese mal, entre otras cosas porque es parte de nosotros, pero que tampoco el mal puede limitarnos: es preciso verlo como un instante o peldaño en la dialéctica incesante del aprendizaje humano. También hay verdad, hay luz, hay amanecer, hay día (palabras y nociones que comparecen una y otra vez en esta poesía a modo de hitos numinosos, con la energía que tienen en la poesía primitiva), y esa realidad alternativa y simultánea nos permite tener confianza, albergar esperanzas frente al continuo declive ético-social del que somos juez y parte, pues es la existencia misma.

La forma en que Roffé trae o invoca lo histórico al poema me ha hecho recordar unas lúcidas y más que nunca necesarias palabras de Tomás Segovia en El tiempo en los brazos. Cuaderno de notas (1950-1983), cuando denuncia la tendencia de cierta crítica contemporánea a caer en la trampa de los sistemas y ciclos temporales, su voluntad (en gran medida de raíz hegeliana) de dibujar tramas autosuficientes de acción y reacción que ignoran la existencia de realidades a-históricas, es decir, originarias:

La traición en la poesía y el arte modernos es cuando en lugar de restituirnos a la naturaleza −y a nuestra naturaleza−, como es su misión, se deja engañar a menudo y acaba por hacerse sierva de la Historia, por conducirnos nuevamente al mundo puramente histórico. El mundo histórico es el desierto. La poesía es el agua viva, natural, que fertiliza este desierto, y sólo ella puede fertilizarlo.

Y añade: «Si no hubiera historia no seríamos como somos, naturalmente. Pero si no hubiera la hermosura del mundo y el amor no seríamos. Y no habría historia […]». Segovia se refiere aquí a la facultad del pensamiento analógico, del pensamiento fundado en el ritmo y la imagen y la visión, para saltar por encima del tiempo, de la historia, y encarnar la continuidad del ser, la continuidad de lo humano. Eso humano, sin embargo, que no puede vivir fuera de la historia, porque el hombre es tiempo y es historia desde el momento mismo de su nacimiento. Por eso dirá, desde su condición de poeta, que «la historia no tiene sentido sino con relación a la restitución de lo originario. La Historia es al mismo tiempo el lugar donde hemos perdido lo originario y el terreno en que lo buscamos». La poesía, sobra añadirlo, es nuestra forma de buscarlo.

Esta búsqueda de lo originario es precisamente el asunto central de Las linternas flotantes. Una búsqueda que opera por retracción, por contracción, al modo de la cábala luriana. Es un abandono del mundo que trata, al achicarse, de conceder al mundo su presencia justa, pero también de descubrirlo en el ser, en las palabras del ser, como si eso que encontramos al final del trayecto de la conciencia fuera un reflejo holográfico de la totalidad, una réplica a otra escala. El yo descubre entonces que todo estaba en él/ella, bienes y males, afirmaciones y negaciones, que la plenitud estaba aquí, adentro. El canto final, el número veinte, es justamente una denuncia explícita del relato sagrado que nos separa de ese tiempo originario, una denuncia de la presunta caída o lapso que nos hace mortales, finitos, imperfectos:

Caída no hubo.
Lo alto está aquí. Es aquí.
Adentro.

Caída no hubo.
Distracciones hay. Vientos. Fugas.
Maquinarias. Grandes, grandes.
Juegos de sombra, preocupación y olvido. De sí. […]
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De pronto la validez de otros relatos míticos se desmorona. La plenitud no es ni puede ser exterior, no depende de dones de fuera, arrancados a los dioses o sacados a hurtadillas de paraísos artificiales. Prometeo no existe y puede decirse, entonces, un verso incitante y sentencioso a la vez como un aforismo: «Robar el fuego no es robar ni es fuego». Cada cual es su propio dios, cada cual porta su propia llama, que es doble y prolongación de las demás: «en sí y fuera de sí / −todo es uno−».

Las linternas flotantes se cierra, así, en el origen, en el tiempo del origen, que es el tiempo del amor, del Bien que se dice incesante (mil veces) a sí mismo: «En mi fin está mi principio», decía Eliot en «East Coker»». El viaje, pues, ha llegado a un término que es un recomienzo, un nuevo empezar. Un viaje, por lo demás, en el que Roffé ha sabido espigar ideas y figuras de distintas tradiciones espirituales, pero siempre al servicio de la lógica poética, es decir, de la lógica de la imagen y el ritmo. Y en cuyos últimos cantos aparece con insistencia un que es doble o reflejo del yo, sombra con la que se dialoga, pero que a la vez apunta, me parece, a la pareja originaria, la fundadora, habitante primera del Edén. Tan pronto oímos ese conativo, también cada uno de nosotros, como lectores, está ahí presente, implicado por fuerza en ese diálogo que se proyecta hacia nosotros, que debe proyectarse hacia nosotros, para cobrar sentido.
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lunes, octubre 18, 2010

retorno

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Entrar en la ciudad con el coche en silencio, cada cual en sus pensamientos, mientras los ojos desplazan su desgana sobre fachadas y carteles y sólo el balbuceo de la radio aventura algo semejante a una conversación. Todos estamos ya en otro lugar, otro día, lo que vivimos quedó atrás y es un bagaje levemente incómodo que va de mano en mano a la luz vidriosa de los semáforos. La tarde que declina, el coche suturando las calles, las rotondas, las frases que se dicen por decir y son como la máscara del silencio, su pequeño altavoz. Allí seguimos, horas después, junto al olor de ropas oreadas, el tacto de unas llaves en los bolsillos. Cuando la complacencia es una forma de la inercia. Cuando el cansancio tiene forma de complacencia. Cuando llegar no importa, sólo la inercia del llegar, su expectativa.
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domingo, octubre 17, 2010

jueves, octubre 14, 2010

ráfaga


En ocasiones, al sentir de reojo el salto repentino de una urraca entre dos troncos o detrás de una verja, me ha parecido que era una lagartija, algo frío que repta clandestina o culpablemente para evitarme. Sólo entonces, entre dos parpadeos, cuando no estoy atento, se me aparece el origen reptiliano del pájaro, su linaje de escama y furtivismo, como si rastrear gusanos bajo tierra fuera una penitencia por haber traicionado su clase original, no recordar la mugre que manchaba sus vientres.
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miércoles, octubre 13, 2010

david shapiro / poema

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Modelo de Journey II, de John Hejduk


Además de ser un muy activo profesor universitario de arte y literatura, un violinista consumado, el autor en 1979 de un estudio pionero sobre John Ashbery y traductor de Rafael Alberti (en concreto, de los poemas que dedicó a Picasso), David Shapiro (1947) es un espléndido poeta. Publicó su primer libro en 1965, a los dieciocho años, y desde entonces no ha mirado atrás: prolífico, inventivo, lúdico y atrevido, Shapiro ha trabajado en la ancha estela abierta por los poetas de la escuela de Nueva York, con los que comparte un gusto acentuado por la pintura moderna (ha escrito libros sobre Mondrian y Jasper Johns, entre otros) y cierta sana distancia irreverente de los productos de la alta cultura, que es sin embargo su hábitat natural.

Shapiro es un agente cultural de primer orden. Uno de sus mentores fue el arquitecto, proyectista y también poeta John Hejduk (1929-2000), uno de los teóricos más influyentes de la arquitectura contemporánea. Con Hedjuk compartió poemas, inquietudes y conversaciones (una de ellas, por cierto, aparece en un número reciente de Minerva, la revista del Círculo de Bellas Artes). Entre los diversos poemas que Shapiro ha dedicado a su maestro me quedo con esta «Oración por una casa», que tiene una estructura de fractal o cajas chinas (de muñeca rusa) en las que cada elemento aparece una y otra vez en distinto lugar; una plegaria enloquecida y al mismo tiempo metódica (though this be madness, yet there is method in it) que recuerda el trabajo geométrico de Hejduk, su obsesión por jugar con las leyes de la perspectiva (también con el paso de las dos a las tres dimensiones) y explotar el caudal de posibilidades inherente a las cuadrículas o rejillas y los sólidos platónicos.

El original, por cierto, aquí.



David Shapiro

Oración por una casa

para J. H.

Bendito es el arquitecto de las estructuras desmanteladas
Bendita es la estructura a la intemperie entre nieve de primavera
lo mismo que mentiras
Bendito es el cristal que salta de la roca matriz como un bufón
Y bendita es la escuela

Benditas facturas
Benditas como nieve de primavera
Benditas como un Bufón
Y un libro quemado

¿Es la escuela una estructura o la intemperie
O una mentira como nieve de primavera
Y salta la roca matriz como un bufón
Y es un libro quemado o construido?

Bendito es lo desmantelado
Bendita igualmente la incrustación que es como la primavera
Bendito el tigre de la roca matriz como un bufón encontrado
Y bendita es la escuela

Bendito es el corte y el grito
Bendito el cuerpo del paciente en la nieve de primavera
lo mismo que mentiras
Bendito es el cristal que sale de la roca matriz como un bufón
Y bendito es el libro quemado

Bendito es el anacoreta y el arquitecto en el borrón oscuro
Bendito es el desmantelador inclinándose para desmantelar
Bendita es la bufonada saltando de la roca matriz
Y bendito cada libro no iluminado

Bendito es el arquitecto del corte desmantelado
Benditas las estructuras a la intemperie entre mentiras
como nieve de primavera
Bendito es el cristal que salta de la roca matriz como un bufón
Y bendita es la escuela como una biblioteca en llamas

Vieja nueva oración
Vieja nueva canción
Bendito es el cristal y el grito y la roca matriz como un bufón que pinta
Y bendita es la escuela


Trad. J. D.
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martes, octubre 12, 2010

desde fuera

Un buen amigo, hispanista extranjero, regresa de hacer un estudio de campo sobre la joven o nueva o última poesía española. Le pregunto cuál es su impresión general, con qué se queda después de tanta charla: «Mi impresión -dice, con algo de perplejidad en la sonrisa- es que, salvo excepciones, los poetas jóvenes en España quieren ser todos novelistas».
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domingo, octubre 03, 2010

error rima con aviador

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Leonard Baskin, Cuervo


Si hay algo que echo de menos en la crítica literaria –tal vez en toda crítica– es una mayor atención al error como categoría productiva, es decir, al error interesante, capaz de dar tensión a la escritura o abrir puertas que nadie sospechaba, el fracaso que vale menos por cuanto hace o deja de hacer que por cuanto promete. Ciertas páginas son fallidas, sí, pero su fallo es más fecundo y deslumbrante que muchos llamados aciertos, esos poemas o relatos o novelas que se limitan a reproducir con astucia lo ya hecho, lo sabido, lo sobado hasta el aburrimiento. Es cierto que quienes conciben la escritura como una rama de las artes decorativas sólo tienen ojos para esta clase de «aciertos», pues son los únicos que pueden enjuiciarse según un criterio de evaluación, digamos, objetivo: todo depende de si se ha seguido fielmente la pauta previa, el esquema retórico y formal que va asociado desde antiguo a tales ejercicios. […]

Y

Así empieza una breve y algo azarosa reflexión sobre el error en literatura que escribí aprovechando la tranquilidad del verano y que ahora ve la luz en la revista/bitácora Las razones del aviador. En realidad, es un juego de palabras al que traté de sacarle algo de jugo. Podéis leer el escrito en su totalidad aquí.
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jueves, septiembre 30, 2010

donald hall / oro

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Oro pálido de las paredes, oro
de los centros de margaritas, las rosas amarillas
que brotan de una fuente clara. Todo el día
yacimos en la cama, mi mano
acariciando el oro
profundo de tus muslos y tu espalda.
Dormidos, despertándonos,
entramos juntos en el cuarto dorado,
nos tendimos en él, respirando
violentamente, luego
con calma una vez más,
dormitando y acariciándonos, tu mano perezosa
jugando con mi pelo ahora.

En aquel tiempo abrimos
cuartos idénticos y diminutos en nuestros cuerpos
que los hombres que exhumen nuestras tumbas
hallarán dentro de mil años
brillantes y completos.



Trad. J. D.

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Otro poema del gran Donald Hall (1928), de su primera época. Un hermoso y elegante poema de amor que se ha convertido en una especie de clásico que Hall incluye habitualmente en sus lecturas. El gerundio da siempre muchos problemas en español (creo que fue Borges quien aconsejaba evitarlos a toda costa) y los que aparecen en estos versos no son una salvedad; los he empleado también en mi versión, pero no siempre (versos séptimo y octavo) donde lo hace Hall. Esta pieza es un ejemplo memorable de la pervivencia del simbolismo en un momento –comienzos de los años sesenta– en que la poesía norteamericana comenzaba a surcar otros rumbos. Un poema muy clásico, en suma, aunque la imagen de la segunda estrofa –en realidad, toda ella– beba de la mejor vanguardia. Me quedo también con ese protagonismo de la luz, ese oro maleable y espeso como la miel que parece recubrirlo todo, desde el cuenco de flores (tan eliotiano) a los cuerpos de los amantes.

El original, aquí.
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martes, septiembre 28, 2010

bisectriz


Al hablar con él se tiene siempre la sensación de estar pasando un examen. Ahora que lo pienso, conmigo nunca aprueba.



No deja de parlotear, lo sé, pero ten paciencia. No se puede hacer humo sin algo a lo que prender fuego.

domingo, septiembre 26, 2010

versos que piensan

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El problema al que uno se enfrenta al escribir un poema meditativo es dar con un ritmo de pensamiento que sea también un ritmo musical, una línea melódica hecha de silencios, armonías, transiciones. Cuando hablo de un poema meditativo no me refiero a una pieza de repertorio, una versificación más o menos diestra de lugares comunes (la nostalgia elegíaca por un pasado perdido, el asombro extático ante la plenitud del presente, la tópica incertidumbre sobre el rumbo a seguir, etcétera), sino al desarrollo argumental de una hipótesis de pensamiento, la creación de una cadena de causalidades que opere en los planos tanto lógico como metafórico sin dejar de leerse con los oídos, de entrar por ellos lo mismo que una melodía.

El asunto es diferente en el caso de los poemas narrativos (de los cuales tenemos muy pocos ejemplos en nuestra tradición reciente), que pueden y suelen depender de una estructura fija, como la terza rima de Dante o el octosílabo de tantos romances, pues la efectividad del relato depende, en primera instancia, de saber poner un pie después de otro, de encender el motor y mover el chasis del verso sin atender estrictamente a detalles ni sutilezas verbales. El poema meditativo es otra cosa: no se puede pensar cabeceando de un lado a otro, como un caballo trotón, ni levantando polvo con paso marcial.

El problema es que toda estructura musical es por fuerza circular o repetitiva: necesita un estribillo, o al menos (en la poesía moderna) un elemento que haga de tal, que fije el argumento sin dejar de hacerlo avanzar, de moverlo un paso más allá a cada giro de la aguja, como una espiral que se aparta de su centro conforme da vueltas. En la práctica, ese estribillo ha quedado reducido a una palabra, o a unas pocas palabras y figuras que reaparecen a intervalos regulares con hábil disimulo, esparcidas o diluidas en el diseño general. Se trata, en realidad, de reclamos subliminales que funcionan por acumulación, corrigiéndose a sí mismos. Su repetición garantiza ese movimiento de espiral: se vuelve sobre lo dicho pero se dice algo más, algo nuevo, y ese algo nuevo es lo que permite, a su debido momento, dar un salto a modo de conclusión en los últimos versos, caer de nuevo sobre un comienzo que el avance ha convertido en punto final. O un punto final que permite un eterno recomienzo, y así sucesivamente.

Lo más difícil de este avance, por lo demás, es conjugar las exigencias argumentales y las musicales: hacer que las transiciones conceptuales tengan forma y hasta carácter melódicos. Aquí juegan un papel decisivo los silencios, las aposiciones, los súbitos cambios de ritmo, ciertas líneas de fuga que mantienen el poema en marcha mientras desvían la atención, enriqueciéndola con datos laterales o ráfagas de tensión emocional. Nada puede ser muy rígido dentro de la rigidez global. O dicho en otros términos: algo debe ceder para que todo fluya. De tal modo es así que el borrador, el poema inconcluso, sólo deja de temblar y bambolearse como un castillo de naipes cuando se le añaden los últimos versos. Hasta entonces todo es provisional, el ritmo queda como en suspenso y no se cumple. Y con él la idea, el argumento de la idea.
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